miércoles, 19 de enero de 2011

Canto y escritura (II)

En la entrada anterior a ésta presentaba ejemplos en los que la escritura trata de encontrar medios poco habituales de plasmar el canto que representa.

Me gustaría añadir un nuevo ejemplo, donde las dificultades descritas en la entrada referida se hacen más evidentes y, en algún sentido, más peliagudas:



La primera es que hay aquí una polifonía implícita (aparte de la que introducen los paréntesis), polifonía no señalada de ninguna forma especial. Pero justo en el último verso esa polifonía se hace manifiesta, en la extraña sílaba con que se inicia ("prö"). En ese momento se unen "en acorde" dos voces: la sílaba final de "era" con la sílaba final de "tiempo", donde "ra" es continuación del "e-" del final del verso anterior y "po" es la continuación anticipada (pero prefigurada en la insistente repetición de "el tiempo" a lo largo del canto) de la sílaba "tiem-" con que acaba el verso. Pero ¿cómo cantar ambas voces a la vez? He preferido aquí construir una sílaba inexistente en castellano en que ambas voces (las sílabas correspondientes a cada voz) se traban en su decir simultáneo, pues es hacia esa precisa trabadura hacia la que el canto en ese momento se siente impelido.

Podría haber elegido esta otra posibilidad, donde la palabra se ramifica, con el fin de señalar justamente que ambas ramificaciones deben pronunciarse simultáneamente:



Probablemente, si el canto contuviera un mayor número de "acordes", esta sería la mejor forma de representarlos mediante la escritura, aun siendo menos precisa que la anterior. No se trataría en tal caso de caminos posibles del canto, como puede suceder en otros autores, sino de canto simultáneo.

Una segunda dificultad tiene que ver con el carácter cíclico del poema (de ahí, entre otras cosas, el subtítulo "Letanía"). Podría haber echado mano, a pesar de mi tendencia acusada a no hacerlo nunca, de signos musicales de repetición, a saber, haber enmarcado el poema entre los signos ||: y :||, pero me ha parecido más conveniente y menos abstracto recurrir a una flecha que parta de la última sílaba del último verso y se dirija hacia el comienzo del primer verso. La flecha aquí no es más que la indicación de que el canto debe repetirse incesantemente, sin término, o hasta que la extenuación del recitador lo concluya abruptamente. Canto, pues, o letanía que no sale de sí, que se autoengendra y en sí mismo se desploma. Canto que sólo podrá enmudecer en un silencio inevitablemente prematuro.

lunes, 17 de enero de 2011

Canto y escritura

Si ya Platón reflexionaba en el Fedro sobre los peligros que para el filosofar podía conllevar la escritura, también la poesía escrita ---así lo he sentido yo siempre--- se enfrenta a amenazas semejantes, al menos para quien considera y siente, como es mi caso, que los versos que ahora leemos en un libro son únicamente canto y que sólo por razones históricas el canto ha dejado de ser directamente cantado por el cantor o intérprete (el rapsoda griego, por ejemplo) y se ha convertido en página escrita o impresa.

Sé perfectamente que esta percepción de la poesía como canto se aleja de otras posibles. No voy a especular en este sentido. Simplemente, no me interesa la poesía que no es esencialmente un canto. De ahí, mi preferencia del término "canto", que evita malentendidos, en detrimento del término "poesía".

El canto se canta. Debe cantarse el verso que se lee, debe entonarse en voz perceptible, si es que se quiere hacer justicia a su alma (el ritmo) y a su cuerpo (la palabra pronunciada). Sólo en su recitación cobra vida el poema, el verso. El lector del canto escrito es y debe ser su intérprete, de la misma forma que el cantante da vida a la partitura que canta.

Normalmente no hay dificultades especiales en este sentido para quien recita, más que las ya conocidas, que se resuelven gracias a la práctica y el conocimiento práctico de recursos poéticos comunes (sinalefa, hiato, encabalgamiento, etc.). Pero los problemas se agudizan cuando el canto se instala en regiones menos familiares, donde no hay referencias establecidas por el uso, máxime cuando el libro de poemas no recurre a esa práctica habitual en la edición de partituras de música contemporánea, la de proporcionar una serie de instrucciones previas sobre la forma de ejecutar determinados signos no convencionales.

En los casos a que me refiero se puede producir una confusión en el lector. Allí donde él ve algo que se resiste a su recitación inmediata puede entender que ya no se trata de la "partitura" de un canto, sino de alguna clase de pictograma, donde lo que cuenta es la pura forma de los signos escritos y su juego estético. Pero no siempre es así. Y cuando no es así, el poeta se enfrenta a una dificultad inesperada, la de presentar mediante una escritura extraña un canto que, en su dicción, se separa de lo familiar.

Me gustaría ilustrar con ejemplos propios este tipo de dificultad.

En la página de la figura siguiente, que pertenece al final de un poema más largo, utilizo la repetición de letras y la distancia entre versos para tratar de señalar al lector como debe cantar el poema, en concreto, la palabra "viene". Las distancias entre versos (los silencios entre versos) son mayores que los que separan los versos previos del poema; la dicción de ciertos fonemas debe alargarse mucho más de lo que normalmente les correspondería. No hay aquí ninguna forma especial de señalar mediante signos rítmicos propios de la música la duración exacta de estas "prolongaciones" de la duración (se supone, por lo demás, que el lector no tiene por qué saber música). Esto implica que se deja libertad al lector para que sea él quien busque un canto convincente y adecuado. De ahí que el número de repeticiones de letras o las distancias entre versos sea meramente aproximada.



El próximo ejemplo es más complicado. Aquí los paréntesis indican silencios. Pero en este caso la duración del silencio se establece con mayor precisión que en el caso anterior.

Un lector atento puede llegar a comprender que en realidad se trata de dos tipos de silencio. Los primeros, que aparecen al final de algunos versos, están por algo que falta, que no se da. La repetición del canto inicial se retoma de nuevo, cuatro veces, como se observará, pero no siempre desde el mismo lugar del metro heptasilábico. Esto provoca en ocasiones la imposibilidad de completar el metro. Se produce entonces un vacío, que debe entonarse como silencio, como ausencia, y que se señala mediante dichos paréntesis. Junto con estos paréntesis hay otros de longitud variable. No se trata de meros huecos, cuyo tamaño ha sido caprichosamente elegido por razones de diseño gráfico. Se trata de agujeros o enmudecimientos en el canto (el mismo y único canto repetido cuatro veces), zonas donde el silencio se apodera del canto. Y ese silencio dura y ha de durar lo mismo que el canto sumergido en él. El lector se ve obligado a "sentir" por dentro el canto de antes mientras el silencio que lo embarga dura exactamente lo que aquel canto previo.

Finalmente, tampoco es un artefacto arbitrario de la escritura situar las últimas palabras "sus arenas" fuera de la columna de heptasílabos. "sus arenas" debe salir del canto estrófico, y ello se indica extrayendo la palabra fuera de su lugar habitual, porque, en verdad, estas palabras rompen el pie yámbico en que se escancia el resto del poema. Justamente tal hecho puede igualmente indicar al lector hasta qué punto en este poema es esencial una entonación que exagere, más allá de lo que sería habitual en poesía española, precisamente ese pie, el yambo, que lo exagere (distinguiendo en la dicción la sílaba breve de la larga) hasta llegar a esas dos últimas palabras donde el canto se detiene contra su propia voluntad.



En el ejemplo que sigue las cosas parecen más comprensibles. Aquí el único recurso atípico es el uso de colores diferentes. Y lo que estos colores indican resulta, debería resultar, bastante claro: dos voces distintas. En efecto, se trata de un poema polifónico, a dos voces; más exactamente de dos cantos encajados uno en otro. Es obligación del lector interpretar estas dos voces como dos voces reales (tal vez, su propia voz y un susurro, alternativamente).



No me gustaría terminar sin un último ejemplo que, en alguna medida, contradice mi posición inicial, la de la prevalencia absoluta del canto sobre la escritura. En este ejemplo se usan dos recursos que no tienen ninguna posibilidad (o muy poca, sin duda) de encontrar dicción: una palabra tachada, y una palabra con parte de sus letras rotadas hacia atrás. Renuente, como soy, a todo artefacto que pertenezca a la mera escritura o la experimentación porque sí, me he sentido, sin embargo, obligado a pasar aquí por esta excepción, quizá en la sensación de que también el canto, como sucede en ciertos jeroglíficos antiguos, puede valerse en algunos extraños momentos de tales artefactos, para sugerir, allí donde se impone, matices puramente emocionales (una atmósfera súbita) en el interior de sí mismo.