miércoles, 17 de febrero de 2010

El rey y el mendigo

Hace unos días me referí a la última película de Tarkovski. Allí el cuadro de Leonardo, Adoración de los Reyes Magos, constituye un motivo central. La primera escena es un recorrido de abajo a arriba del cuadro, desde la mano oferente del mago hasta la copa del árbol, símbolo del Nuevo Reino, que se haya en la misma vertical que la ofrenda. En la película del director ruso esta ofrenda representa el sacrificio al que alude el nombre del film y en torno al cual gira su sentido.

Sea cual sea la interpretación que queramos dar al cuadro, resulta obvia la maestría con que Leonardo ha sabido captar la naturaleza paradójica de la ofrenda y, en particular, de la ofrenda que el siervo ---aquí un mago, un sabio, pero siervo en definitiva--- eleva a su Señor, el Niño aquí.

¿Quién da, quién recibe? El Niño en su plenitud no necesita ningún regalo. El mago, sin embargo, postrado tras el cansancio de un larguísimo viaje y lastrado por la precariedad de su existencia mortal requiere la atención de quien pueda salvarle en la esperanza.

No es diferente la situación del poeta respecto al canto. Sócrates, en el Ión, se refería a lo que posteriormente se ha llamado inspiración con la metáfora del jardín de las Musas. Allí liba el poeta y obtiene el licor sagrado.

Más cercano parece a la realidad del hecho poético imaginar al cantor como un vagabundo que merodea por los jardines inmortales y en cuyo corazón y en cuya boca liba la propia Musa. Sería la Musa quien otorga el canto, apenas sin intervención del cantor. Éste lo único que puede es estar cerca de donde la Musa quizá more.

Vagabundo, entonces, el poeta, que lo pide todo y nada por sí puede, como el mago de Oriente, cuya existencia y cuyo sentido consistiría en ofrendar su esperanza a la mano salvífica.

El poeta, pues, no da, recibe, recibe desde su penuria, desde su deseo, deseo al que no puede ni sabe sino sacrificase. Recibe el canto, que le hace siervo, cuando se le otorga; desterrado mendigo, cuando se le oculta.

miércoles, 3 de febrero de 2010

La verdad de la poesía

En Sacrificio, la última película de Andréi Tarkovski, su protagonista principal, Alexander, justo después de tocar al órgano un preludio de Bach y justo antes de su unión salvífica con María, esto es, entre dos vivencias de sublime sencillez, relata una experiencia traumática. Tratando de agradar a su madre, muy enferma entonces, se propuso arreglar el jardín que la anciana contemplaba a diario y otorgarle una belleza sin mácula que ---eso pensaba él--- el jardín había perdido tras años de abandono y descuido. Después de varios días de incansable trabajo miró exhausto, pero orgulloso, el resultado de su esfuerzo. Lo que vio le espantó de horror: de la belleza natural de aquel jardín no quedaba nada, sólo las huellas de su guadaña y sus tijeras, que habían arruinado para siempre el objeto del amor de su madre.

La filosofía moderna en su forma consumada, la de la fenomenología de Edmund Husserl, parte de un principio fundamental, su principio rector, su utopía, retornar a las cosas mismas (zurück zur Sachen selbst), dejar que las cosas se muestren tal cual son, sin que la intervención del pensamiento introduzca interpretaciones de la cosa no adecuadas a ella y que hagan pasar la cosa por lo que ella no es.

¿Hay verdad en la poesía? Opino que sí, y que el dicho homérico los poetas mienten demasiado habría que aplicárselo antes bien al artesano que, por imprudencia, precipitación o cualquier otro motivo bien comprensible, esclaviza al poeta que quiere ser, tratando de cuadrar el verso mediante su pericia. Todo artesano diestro sabe cómo completar el poema, cómo producirlo, incluso cuando ni tan siquiera hay poesía, cuando no hay dato, cuando la cosa poética está ausente.

Pero para que Tarkovski y Husserl hagan sentido, debemos presuponer que ciertamente hay la sencillez previa, el dato inicial. La cosa del poeta sería, desde esta perspectiva, la unidad de palabra, ritmo, imagen y emoción que abruma y embarga al poeta cuando está poseído ---por usar la idea platónica--- y que el poeta se ve impelido a explorar sin descanso. El artesano, que el poeta también es, alcanzaría el grado máximo de destreza cuando, armado de paciencia e inalienable inconformismo, fuese capaz de hacer enmudecer lo que en él hubiera de imposición, de sometimiento a una belleza cerrada y definitiva, de deseo de apaciguarse en lo no aporético.

Quizá sea cierto que el esfuerzo mayor de todo artista consista esencialmente en descartar, en decir no a lo que por cansancio, precipitación o simple afán de notoriedad se cuela a hurtadillas.

La verdad de la poesía radicaría, pues, en este deseo inexcusable de honestidad. El logro, el acierto ---de haberlo--- parece estar más allá de todo esfuerzo y de toda voluntad, tal vez como don, como regalo.