miércoles, 24 de septiembre de 2008

Dilemas de la enseñanza elemental en los conservatorios

La realidad es compleja y las matizaciones son imprescindibles y nunca completamente suficientes.

En mi anterior artículo me referí a la necesidad de una toma de decisión consciente y meditada cuando se trata de estudiar música en serio.

Claro, es relativamente fácil hacer esto cuando se es adulto. Pero lo habitual es que la música se empiece a estudiar a una edad temprana, donde esa conciencia y capacidad de decisión no existen. Por otra parte, tampoco en la infancia se puede apelar, salvo en casos extraordinarios, a una vocación perceptible, pues la mayoría de las veces o no está presente todavía o, como mucho, se halla en un estado demasiado incipiente como para que pueda ser un punto de referencia determinante.

Parece, pues, que se genera una contradicción insalvable. Se nos recomienda ---dirían los padres--- que hay que dejar de actuar a la ligera, pero no tenemos criterios para obrar adecuadamente.

Gran parte de esta contradicción tiene su origen en lo que, a mi entender, es una infraestructura inadecuada de la enseñanza musical en nuestro país. En mi opinión, y salvo casos muy excepcionales, la enseñanza instrumental debería comenzarse entre los once y los doce años, después de un período más o menos largo de práctica musical global, no especializada. Si, para ser más realistas, se acepta la posibilidad de iniciarse en el instrumento con anterioridad a la edad sugerida, debería hacerse de una forma menos intensa y siempre en un marco colectivo y liviano para los niños. Sobre esto podría extenderme mucho, lo reservo para otra ocasión. En definitiva, no creo que los conservatorios profesionales deban asumir la impartición de enseñanzas elementales. Y creo que los que idearon la infraestructura de la que hablo estaban pensando en que el entonces llamado grado elemental fuese poco a poco absorbido por escuelas de música, que, dotadas de proyectos bien diseñados, pudiesen ofrecer una vía de formación tanto para aficionados como para niños, dejando abierta, en este último caso, la posibilidad de una preparación más intensa y meticulosa cuando se percibiese en el alumno una vocación musical y una capacidad suficiente como para iniciar, con posterioridad, los estudios profesionales.

Este ideal se cumple en muy escasa medida. Y de momento, los conservatorios siguen teniendo que asumir la formación de los pequeños sin una estructuración de las materias curriculares y de la distribución horaria que convenga a su edad.

¿Qué hacer entonces? La cosa no es sencilla, pero aún se puede tratar de equilibrar con el esfuerzo tanto de los padres como de los profesores. Los profesores tienen que adaptar su enseñanza a esta realidad reduciendo todo lo que sea necesario y hasta el límite de lo posible el nivel de exigencia, sin que ello suponga un detrimento en la eficacia de la formación. "Poco, pero bueno", sería la máxima rectora aquí. Los padres, a su vez, tienen que colaborar creando hábitos de trabajo en sus hijos ---algún trabajo es necesario, es inevitable--- y, muy especialmente, valorando a lo largo de esos primeros años, junto con el profesor, el grado de implicación del niño. Ni que decir tiene que habría que abstenerse de empezar o de continuar allí donde se observa una reticencia significativa por parte del niño, cosa que sucede más veces de las que quisiéramos, porque lógicamente los niños también tienen derecho a saber si quieren o no hacer lo que sus padres proponen. Después de dos o tres años de trabajo en esta dirección debería quedar más o menos claro si ha surgido en el alumno la vocación suficiente y la consiguiente capacidad de trabajo como para continuar los estudios a un nivel profesional, donde el grado de dificultad ya no puede reducirse artificialmente.

Lo que sugiero no es una panacea universal, pero es, al menos, un primer paso para buscar un equilibrio. Y tampoco con ello quedan resueltos todos los problemas. Algún día habrá que hablar de cómo también en la adolescencia se producen desequilibrios inevitables que dificultan mucho el desarrollo de una enseñanza musical especializada. Queda para la próxima reflexión.

martes, 23 de septiembre de 2008

¿Por qué estudiar música?

El título de esta entrada puede resultar sorprendente. Lo normal ---se dirá--- sería haber escrito justo lo contrario: ¿por qué no estudiar música? Eso sería lo normal o, más bien, lo que se acomoda a la tendencia dominante. Porque lo que está efectivamente de moda es incentivar a toda costa la participación activa en cualquier esfera de la cultura. Está de moda, por ejemplo, matricular a los hijos en un buena cantidad de actividades culturales ---cuantas más, mejor---, con el fin de procurarles una buena formación, pero sin cuestionar si el número de esas actividades o su carácter se adecúan realmente a ese fin.

Un ejemplo claro de cómo esta falta de cuestionamiento tiene lamentables efectos en la realidad es el de la enseñanza musical especializada. Y por eso la pregunta inicial debe ser siempre la de por qué estudiar música, si es que tenemos en cuenta lo que ha dicho siempre el sentido común, que es todo lo contrario, lo de no meterse en camisa de once varas, a no ser que haya razones suficientemente poderosas para hacerlo.

Una aclaración, antes de seguir adelante. Por enseñanza musical especializada entiendo aquélla cuyo objetivo es la formación musical profesional. En nuestro país eso quiere decir la que se imparte oficialmente en los conservatorios profesionales de música o la que proporcionan diferentes iniciativas privadas con su mismo objetivo. Quedan, pues, excluidas de mi reflexión otras formas de educación musical, como las que tienen lugar en las enseñanzas obligatorias o en centros cuyo propósito es cubrir la demanda de una práctica musical aficionada.

Pues bien, la pregunta es tanto más pertinente cuanto que prácticamente nadie se la hace, ni los padres, ni los alumnos, ni las instituciones. Y hay que hacérsela si no se quiere ninguna de estas tres cosas:

1.- Desaprovechar el dinero público manteniendo a los profesionales que imparten dichas enseñanzas en funciones de entretenimiento y no de formación seria.

2.- Provocar la ineficacia de esos mismos profesionales, que al fin y al cabo son la espina dorsal de la música del futuro. ---Es el proceso típico del "quemado", alguien que se acostumbra a realizar tareas que están muy por debajo de su competencia profesional y que, víctima de una aburrimiento mortal y generalizado, ya no es capaz de distinguir cuándo debe aplicar su esfuerzo y su saber hacer, si es que no lo ha perdido por el camino.

3.- Causar el disgusto y la repulsión hacia la música en todos los alumnos que no estaban preparados para una enseñanza musical especializada y que sí podían haberlo estado para un contacto más liviano y ligero con la actividad musical.

¿Por qué puede suceder todo esto? ¿No se trata de una exageración disparatada? ¿Es que la música es sólo para unos pocos elegidos, y al resto que le zurzan?

Pues sí, así es, la música, a nivel profesional ---insisto---, es sólo para unos pocos, lo mismo que la arquitectura, el ciclismo de competición o la astronáutica; y nadie se lleva las manos a la cabeza porque no salten astronautas, ganadores del Tour o arquitectos cada vez que se da un puntapié a una piedra. Pero que no se me malentienda, no creo que hagan faltan unas condiciones innatas mozartianas para ser un buen músico, bastan el interés y el trabajo.

Interés y trabajo. Una mala combinación en estos tiempos que corren. Y es aquí donde está el meollo de la cuestión. Hoy se da por entendido ---resabios de una pedagogía de nuevo cuño mal digerida--- que el gusto no debe corromperse con un exceso de trabajo y que el placer se aviene mal con la exigencia de un entrenamiento continuo y sin concesiones. Craso error. El interés está ahí precisamente para mantener firme el ánimo cuando el esfuerzo de un trabajo duro, cuyos frutos son tardíos, no se ve recompensado a las primeras de cambio. Y esto vale no sólo para la música, sino para cualquier actividad cuya dificultad intrínseca exija mucho tiempo de dedicación.

Esta es la realidad, dura para algunos, pero realidad al cabo, y que, por tanto, es inalterable, aunque disguste a la mayoría: la música es difícil. Nadie lo va a decir, no vende, no es políticamente correcto. La música no es "Operación Triunfo". Es un trabajo de años, un trabajo artesanal, delicado y minucioso, que conlleva grandes dosis de paciencia y disciplina diaria, especialmente en el caso de la practica de instrumentos solistas (guitarra, piano, etc.), pero cuyos resultados son extraordinarios, maravillosos, si se siguen los pasos adecuados y hay buenos profesores que alivien la tarea. Por cierto ---no lo dije---, es uno mismo el que aprende; el profesor se limita a facilitar, a veces enormemente, el aprendizaje, pero no dispone de la varita mágica de producción de músicos en cadena.

Dicho todo esto, debería quedar clara cuál es la respuesta a la pregunta con que se iniciaba la reflexión. Si quieres ser un músico, si quieres que tu hijo lo sea, adelante, pero no te dejes llevar por veleidades inconsistentes. No malgastes el dinero de todos, ni eches a perder el amor que el músico que enseña y el que aprende deben guardar como oro en paño. El valor del premio es, sin duda, impagable, pero la cuesta es empinada, muy empinada a veces, acorde con lo incalculable de la ganancia. Que nadie se ponga luego a criticar a quien no debe o a soltar eso de que las uvas no estaban maduras. Quizá lo que no estaba suficientemente madura era esa supuesta pasión por la música, que acaso solo fuese más pretendida que verdadera, como casi todas las "pasiones" que pululan por la escena del presente.

[ Algunos matices más pueden consultarse en este otro artículo ]

sábado, 6 de septiembre de 2008

Wall-e y la música en el cine

La música representa habitualmente un papel secundario en las obras cinematográficas: creación de ambientes, subrayado de las tensiones narrativas (por ejemplo, en el climax de una escena), leitmotivs, etc. Cualquiera podrá recordar multitud de ejemplos de este tipo.

Poco común es su aplicación como elemento determinante del transcurso del film, es decir, como ingrediente sin cuya presencia y percepción dejaría de tener sentido pleno el decurso propiamente fílmico y su significado.

Se podría aventurar que un uso tan poco convencional de la música no podrá encontrarse sino en películas de audiencias minoritarias y sesudas. Esta suposición deviene falsa incluso allí donde no se podría siquiera sospechar.

Wall-E, la nueva película de Pixar Animation Studios, una película de animación para niños y de masiva distribución, es un caso sorprendente de utilización de una música como componente primario, significativo e, incluso, estructural.

Me refiero, en particular, a la utilización en un momento crucial del film de aquellos famosos compases del poema sinfónico de Richard Strauss Also sprach Zaratustra, que Stanley Kubrik utilizó en su magistral 2001. El juego de múltiples referencias es aquí notable. Veamos cómo se construye paso a paso su significación inicial, esto es, aquella de la que se dispone antes de ver Wall-E.

En su obra emblemática Also sprach Zarathustra, Nietzsche plantea la posibilidad del superhombre, del Übermensch, que, según el, constituye la necesaria transformación que el hombre debe procurar para alcanzar un estadio supremo de conocimiento y poder. Este texto sirve, a su vez, de base al poema sinfónico del mismo nombre compuesto por Richard Strauss. Kubrick, por su parte, utiliza la música de Strauss para articular los momentos decisivos de transformación evolutiva que sufren los personajes (representantes de la humanidad) en su película 2001. Es decir, en Kubrick la música de Strauss se emplea ya con una notable y consciente carga significativa, justamente la que procede de su referencia al tema nietzscheano: la transformación pretendida por Nietzsche es interpretada libremente por Kubrick como proceso evolutivo, y en concreto ---lo cual es evidente para el que ha visto 2001--- como el paso de la bestia al hombre, primero, del hombre que, después, en su máximo apogeo, se lanza al espacio y que, finalmente, acaba evolucionando hacia una forma de vida superior en las retortas de un laboratorio extraterrestre. La articulación de estas transformaciones se efectúa en 2001, como decía, a través del motivo musical de Strauss. Y ello resulta especialmente evidente y eficaz por el hecho de que 2001 es una película prácticamente muda en su mayor parte ---como, por cierto, lo es Wall-E--- y donde la música tiene una presencia consiguientemente sustancial.

Justamente son estos compases de Strauss los que se utilizan en un momento crítico de Wall-e. También aquí la música marca el inicio de una "transformación evolutiva" consistente en un volver a reconquistar la Tierra, en un volver a sembrarla de vida, a cultivarla, proceso que, dicho sea de paso, vendrá motivado por una inteligencia artificial (Wall-E) que es, por ello, el reverso de ese Hal antihumano de 2001, también recreado en el film de Pixar.

Esta explicación resultará muy confusa para quien no haya visto Wall-E, pero prefiero no ser más concreto y no desvelar los detalles del argumento.

Lo importante es constatar que sin esta remisión al significado descrito de la música de Strauss, se deja de percibir su función estructural en Wall-E y su carácter de referencia inevitable a 2001. De hecho ---y como anécdota personal--- diré que sólo en ese momento se cerró para mí el círculo de las sospechas que, mientras visionaba el film, me iba formando sobre su relación con la película de Kubrick.

No es la primera vez que Pixar usa esta música de Strauss, ya lo hizo ---me viene a la memoria--- en una secuencia de Toy Story 2. Pero, mientras que allí no tenía ninguna función estructural destacable ---se trataba de un mero guiño cómico---, aquí se carga de sentido por el hecho de que su argumento, e incluso, su construcción formal está plagada de referencias a 2001. Hasta tal punto que me atrevería a calificarla como un remake peculiar, una versión invertida, de la obra de Kubrick.

Una prueba más de que los realizadores de Wall-E son perfectamente conscientes de esta artimaña narrátivo-musical son los títulos de crédito finales. Los conocedores de las películas de Pixar saben que no deben abandonar la sala hasta el último fotograma. Si tampoco lo hacen en Wall-e descubrirán la imaginativa forma en que este retorno a los origines, en cuanto transformación evolutiva, que se inicia en la secuencia del film que acabo de analizar, es representada en dichos títulos de crédito, donde se filma la historia entera del hombre, desde el hombre de las cavernas hasta el de los primeros juegos de computadora. También se darán cuenta del efecto de distanciamiento autorreferencial que provoca justo el último fotograma, un efecto típico de ciertas obras escénicas y cinematográficas "cultas".

Es una lástima, por otra parte, que la especialización a la que estamos acostumbrados, dificulte la conexión interdisciplinar de las artes. Posiblemente sólo los cinéfilos empedernidos sean capaces de ver estas conexiones sutiles entre música y cine a las que me he referido. Conozco muy pocos músicos, especialmente jóvenes, que hayan visto o que hayan oído hablar siquiera de 2001, una obra fundamental de la historia del cine. Es más probable que se atrevan con Wall-E, pues se trata ---pensarán--- de una obra ligera de entretenimiento. Desgraciadamente la verán, con suerte, como los niños que asistan a la proyección ---lo cual está muy bien cuando se es un niño---, pero se perderán el original e ingenioso entramado de referencias cinematográficas y musicales, y la consiguiente enseñanza: la música puede también contribuir de un modo muy significativo a la configuración estructural de una obra no estrictamente musical.

Programación de altura con HtDP

Hace unos meses hice una breve reseña del libro How to Design Programs [HtDP], un texto de introducción a la programación, que es excepcional en muchos sentidos.

Los autores están preparando desde hace tiempo una segunda edición. La fecha de publicación es indeterminada, porque la redacción de HtDP/2e es sólo una parte pequeña de su trabajo de escritura, de investigación y de enseñanza. No obstante, se puede percibir algo del enfoque que habrá allí, si se lee una versión previa del prólogo de esta edición futura.

La intención de dicho prólogo no es sino la de acercar al lector, en la forma de una inmersión activa e informal, a la práctica de la programación. Esto no es nuevo en los buenos libros de iniciación, me refiero al hecho de empezar a programar, sin detenerse en las sutilezas del lenguaje empleado o en el estudio riguroso de los conceptos introducidos. Ni siquiera es nuevo elegir un ejemplo atractivo como base para la realización de un pequeño programa (en este caso se trata de la visualización de un cohete espacial aterrizando).

No obstante, y en muy pocas páginas (mérito también de PLT-Scheme) se pasa revista a las cuatro o cinco cosas esenciales para todo principiante: tipos de datos. identidad conceptual de las operaciones sobre dichos tipos, definición y aplicación de funciones, control del flujo ---aquí mediante expresiones condicionales---, definición de variables y refactorización de programas, metodología de desarrollo incremental, necesidad del conocimiento del dominio de la aplicación, recursividad y uso de funciones de biblioteca. Además, y a la vez, se aprende a usar la herramienta que servirá de base para los desarrollos posteriores (DrScheme).

Si ya en esto el breve texto es excelente y mejor que muchos de los existentes, donde destaca de forma más original es en algunas profundas apreciaciones que, al paso, se van haciendo, como, por ejemplo, la de insistir en que diseñar programas (desde el punto de vista de este paradigma funcional) no es diferente en esencia al de hacer aritmética o, en general, álgebra, si bien los datos sobre los que se aplica esta aritmética no tengan que ser necesariamente números.

Pero hay más ---la mayor sorpresa queda diferida al final del prólogo: después de esta breve inmersión, el lector se verá tan reconfortado ---al fin y al cabo ha conseguido construir un programa muy simple, pero que funciona, refinándolo incrementalmente y haciendo uso de funciones de biblioteca---, que quizá se sienta ya preparado para enfrentarse a la tarea de aplicar sus nuevos conocimientos a programas de mayor enjundia; en definitiva, que tal vez se considere ya un programador en ciernes. Y de hecho, no pocos de los que se creen programadores se quedan en este punto y no dan un paso, el paso decisivo, más allá de él.

Pero veamos que dice el texto que refiero al respecto:


Adquirir las habilidades mecánicas de la programación ---aprender como escribir instrucciones o expresiones que el computador comprenda, llegar a conocer qué funciones hay disponibles en las bibliotecas, y actividades similares--- no son de mucha ayuda en la programación real. Pretender tal cosa es como pretender que un niño de diez años que sabe driblar puede entrenar a un equipo profesional de fútbol. Es también semejante a pretender que memorizar mil palabras de un diccionario y unas pocas reglas de un libro gramática permite aprender una lengua extranjera.

Programar es mucho más que la mecánica de la adquisición del lenguaje. Programar es algo que tiene que ver [, más bien,] con leer los enunciados de un problema y extraer sus conceptos fundamentales, con representarse qué es lo que realmente se quiere, con explorar ejemplos que fortalezcan el conocimiento intuitivo del problema, con organizar este conocimiento y con conocer lo que todavía no se conoce, con llenar todas estas últimos y pequeñas lagunas, con asegurarse de que las cosas funcionen realmente y de que lo harán así en el futuro. En breve, trata en realidad de resolver problemas de un modo sistemático.


Y todo esto, que es de lo que realmente va la programación, es lo que pretende ser el libro que el prólogo reseñado introduce y que es, ni más ni menos, aquello en lo que radica la originalidad de HtDP con las novedades y refinamientos que, a buen seguro, la segunda edición incorporará. Su excelencia, por otra parte, es la de hacerlo de un modo sistemático, bien secuenciado y motivador, de forma que el alumno, el lector, llegue, con esfuerzo, pero sin dificultad, a cubrir un objetivo que de otro modo sería inalcanzable.

Pues, en efecto, la virtud de un buen libro de texto, y especialmente de los libros introductorios, en éste o en cualquier campo, es guiar al principiante por los complejos mundos de su ámbito con originalidad y profundidad en lo tocante a la materia tratada ---lo que supone, ni que decir tiene, un conocimiento preciso del asunto---. pero de forma que el camino, aún siendo en sí difícil, resulte practicable, y hasta sorprendentemente fácil a veces.

Reunir ambas cualidades, excelencia en el contenido de la materia impartida y maestría en la forma de enseñarla, es una virtud a la mano de muy pocos. HtDP y sus secuelas gozan, en mi opinión, de este escaso y preciado don.