Hace unos días me referí a la última película de Tarkovski. Allí el cuadro de Leonardo, Adoración de los Reyes Magos, constituye un motivo central. La primera escena es un recorrido de abajo a arriba del cuadro, desde la mano oferente del mago hasta la copa del árbol, símbolo del Nuevo Reino, que se haya en la misma vertical que la ofrenda. En la película del director ruso esta ofrenda representa el sacrificio al que alude el nombre del film y en torno al cual gira su sentido.
Sea cual sea la interpretación que queramos dar al cuadro, resulta obvia la maestría con que Leonardo ha sabido captar la naturaleza paradójica de la ofrenda y, en particular, de la ofrenda que el siervo ---aquí un mago, un sabio, pero siervo en definitiva--- eleva a su Señor, el Niño aquí.
¿Quién da, quién recibe? El Niño en su plenitud no necesita ningún regalo. El mago, sin embargo, postrado tras el cansancio de un larguísimo viaje y lastrado por la precariedad de su existencia mortal requiere la atención de quien pueda salvarle en la esperanza.
No es diferente la situación del poeta respecto al canto. Sócrates, en el Ión, se refería a lo que posteriormente se ha llamado inspiración con la metáfora del jardín de las Musas. Allí liba el poeta y obtiene el licor sagrado.
Más cercano parece a la realidad del hecho poético imaginar al cantor como un vagabundo que merodea por los jardines inmortales y en cuyo corazón y en cuya boca liba la propia Musa. Sería la Musa quien otorga el canto, apenas sin intervención del cantor. Éste lo único que puede es estar cerca de donde la Musa quizá more.
Vagabundo, entonces, el poeta, que lo pide todo y nada por sí puede, como el mago de Oriente, cuya existencia y cuyo sentido consistiría en ofrendar su esperanza a la mano salvífica.
El poeta, pues, no da, recibe, recibe desde su penuria, desde su deseo, deseo al que no puede ni sabe sino sacrificase. Recibe el canto, que le hace siervo, cuando se le otorga; desterrado mendigo, cuando se le oculta.
miércoles, 17 de febrero de 2010
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