Negar la carne es matar el tiempo que ella es, y matar el amor ---el único posible para el hombre--- que en ella se asienta y se construye. Pues no hay amor de los espíritus desasidos, no puede haberlo. Y si hubiera un reencuentro más allá de este tiempo, tendría que ser también el de los cuerpos, aun en su forma descompuesta, ceniza o polvo enamorado que, en su enamoramiento, retiene la totalidad de su ayer.
Pero morir es fácil, amar es lo difícil. O, como diría el poeta, desde la sabiduría de su vejez:
Contar la vida por los besos dados
no es alegre. Pero más triste es darlos sin memoria.
Y porque es difícil el amor, la tentación es grande, la tentación de muerte, la más grande de todas: quemar la carne y su memoria en pos de una nívea pureza, donde ya nada accede más que el propio ojo paranoico, ante un espejo exento en que nada transcurre.
El inquisidor de Aleixandre es, tal vez, la figura más inquietante y extrema de sus "Diálogos del conocimiento". Acaso la más inexplicable. ¿Pero lo es realmente?
No veo a este inquisidor, que pretende salvar todo lo puro, matando la impureza de la carne, sino como un caso límite del dandi, al que ayer dediqué un comentario.
Si el dandi descubre aún dentro de sí, y por debajo de su frialdad, el lejano calor de una rosa fugitiva, el inquisidor, congelado hasta sus entrañas, se arriesga por entero a una voraz simplicidad, terapia final para una soledad sin mácula en que descansar definitivamente.
Porque es, ciertamente, la impureza que todavía en el dandi persiste, esa complejidad que un sentimiento de afecto añade, allí donde no debiera haber ya afecto alguno, lo que el inquisidor se niega violentamente a soportar. Él es, pues, el corolario del dandi, su implacable consecuencia, la del que anhela sacrificar el último residuo de su incongruencia en el altar de una pureza glacial, hialina.
El inquisidor sería, entonces, el brote paranoico del dandi, su paroxismo, el que completa el puzle de su experiencia a base de suprimir toda esa ambigüedad que un resto de amor implica, a base de concentrarse en los puros hechos, que, desprovistos de todo contenido afectivo, resultan, ahora sí, susceptibles de cuadrar en perfecta y lógica coherencia ante el espejo de un presente absoluto, donde la carne se extingue sin dejar huella, y la memoria y la nostalgia y la desesperación enmudecen para siempre:
En el espejo gélidas
miro otras luces, brillo
de ese cristal sin curso,
y sé: su frío es vida.
Sólo un reflejo o mano
mortal, que vida otorga.
Y sé. Quien calla, escucha.
¡Pero todos se abrasen!
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