El poeta es lúcido donde el pensamiento no suele ni puede serlo. Cuando hay poesía, y no prescindible e insípida versificación, hay también lucidez.
La lucidez del filósofo, en las pocas veces en que puede hallarse, no basta. El poeta es necesario, pues sólo él pone los cuerpos, ese alear del viento, esa mirada fugitiva e insustituible, bajo la luz de su palabra.
Palabra que acoge el tiempo, pero no el tiempo objetivo de la ciencia, ni siquiera el tiempo fenomenológico de la vida (Bergson, Husserl), sino la sustancia misma del tiempo, cada una de esas cosas insignificantes de las que científico y filósofo hacen abstracción metódicamente necesaria.
Pues la poesía es recuerdo, cercanía del corazón al latir del tiempo que vive en los seres fugitivos, arrojados a un heraclíteo fluir, donde se gasta y se juega la vida, la nuestra, la única que al cabo enciende nuestros ojos, porque la amamos, porque la perdemos.
jueves, 28 de enero de 2010
miércoles, 27 de enero de 2010
La música contemporánea también puede ser libre
No suelo aludir aquí a los sitios web de mis amigos, aunque a veces los cite o los enlace, con gran gusto por mi parte, todo hay que decirlo. Pero en este caso voy a hacer una excepción.
Y haré la excepción no porque el amigo sea aquí un íntimo de toda la vida con el que tantas cosas se han compartido y se siguen compartiendo; ni siquiera por las muchísimas veces que hemos hablado, entre copa o copa, o paseo y paseo, de la necesidad de abrir también la cultura de la música contemporánea, tan enclaustrada, por desgracia, en las inaccesibles sedes de sus habituales lugares de manifestación.
Haré la excepción precisamente porque con su gesto, con el gesto de mi amigo, esa cultura accede al lugar de todos para ser compartida, como era necesario. Y lo hace, quizá sea ello lo más significativo, de la mano del trabajo de un músico excepcional en muchos sentidos ---y creo que de esto entiendo lo suficiente como para no dejarme mover por subjetivos afectos.
Espero que todos disfruten de la generosidad de mi amigo y que otros sepan tomar el guante sin dejarse llevar por tópicos trasnochados. He ahí el enlace:
http://joseluistora.wordpress.com/
Gracias, Jose
Y haré la excepción no porque el amigo sea aquí un íntimo de toda la vida con el que tantas cosas se han compartido y se siguen compartiendo; ni siquiera por las muchísimas veces que hemos hablado, entre copa o copa, o paseo y paseo, de la necesidad de abrir también la cultura de la música contemporánea, tan enclaustrada, por desgracia, en las inaccesibles sedes de sus habituales lugares de manifestación.
Haré la excepción precisamente porque con su gesto, con el gesto de mi amigo, esa cultura accede al lugar de todos para ser compartida, como era necesario. Y lo hace, quizá sea ello lo más significativo, de la mano del trabajo de un músico excepcional en muchos sentidos ---y creo que de esto entiendo lo suficiente como para no dejarme mover por subjetivos afectos.
Espero que todos disfruten de la generosidad de mi amigo y que otros sepan tomar el guante sin dejarse llevar por tópicos trasnochados. He ahí el enlace:
http://joseluistora.wordpress.com/
Gracias, Jose
martes, 26 de enero de 2010
El dandi y el inquisidor
La carne está hecha de tiempo y de memoria. Por eso es ella la que, abierta en el tremor de su deseo, recibe la promesa de un futuro, el solo nuestro, donde seguir amando.
Negar la carne es matar el tiempo que ella es, y matar el amor ---el único posible para el hombre--- que en ella se asienta y se construye. Pues no hay amor de los espíritus desasidos, no puede haberlo. Y si hubiera un reencuentro más allá de este tiempo, tendría que ser también el de los cuerpos, aun en su forma descompuesta, ceniza o polvo enamorado que, en su enamoramiento, retiene la totalidad de su ayer.
Pero morir es fácil, amar es lo difícil. O, como diría el poeta, desde la sabiduría de su vejez:
Y porque es difícil el amor, la tentación es grande, la tentación de muerte, la más grande de todas: quemar la carne y su memoria en pos de una nívea pureza, donde ya nada accede más que el propio ojo paranoico, ante un espejo exento en que nada transcurre.
El inquisidor de Aleixandre es, tal vez, la figura más inquietante y extrema de sus "Diálogos del conocimiento". Acaso la más inexplicable. ¿Pero lo es realmente?
No veo a este inquisidor, que pretende salvar todo lo puro, matando la impureza de la carne, sino como un caso límite del dandi, al que ayer dediqué un comentario.
Si el dandi descubre aún dentro de sí, y por debajo de su frialdad, el lejano calor de una rosa fugitiva, el inquisidor, congelado hasta sus entrañas, se arriesga por entero a una voraz simplicidad, terapia final para una soledad sin mácula en que descansar definitivamente.
Porque es, ciertamente, la impureza que todavía en el dandi persiste, esa complejidad que un sentimiento de afecto añade, allí donde no debiera haber ya afecto alguno, lo que el inquisidor se niega violentamente a soportar. Él es, pues, el corolario del dandi, su implacable consecuencia, la del que anhela sacrificar el último residuo de su incongruencia en el altar de una pureza glacial, hialina.
El inquisidor sería, entonces, el brote paranoico del dandi, su paroxismo, el que completa el puzle de su experiencia a base de suprimir toda esa ambigüedad que un resto de amor implica, a base de concentrarse en los puros hechos, que, desprovistos de todo contenido afectivo, resultan, ahora sí, susceptibles de cuadrar en perfecta y lógica coherencia ante el espejo de un presente absoluto, donde la carne se extingue sin dejar huella, y la memoria y la nostalgia y la desesperación enmudecen para siempre:
Negar la carne es matar el tiempo que ella es, y matar el amor ---el único posible para el hombre--- que en ella se asienta y se construye. Pues no hay amor de los espíritus desasidos, no puede haberlo. Y si hubiera un reencuentro más allá de este tiempo, tendría que ser también el de los cuerpos, aun en su forma descompuesta, ceniza o polvo enamorado que, en su enamoramiento, retiene la totalidad de su ayer.
Pero morir es fácil, amar es lo difícil. O, como diría el poeta, desde la sabiduría de su vejez:
Contar la vida por los besos dados
no es alegre. Pero más triste es darlos sin memoria.
Y porque es difícil el amor, la tentación es grande, la tentación de muerte, la más grande de todas: quemar la carne y su memoria en pos de una nívea pureza, donde ya nada accede más que el propio ojo paranoico, ante un espejo exento en que nada transcurre.
El inquisidor de Aleixandre es, tal vez, la figura más inquietante y extrema de sus "Diálogos del conocimiento". Acaso la más inexplicable. ¿Pero lo es realmente?
No veo a este inquisidor, que pretende salvar todo lo puro, matando la impureza de la carne, sino como un caso límite del dandi, al que ayer dediqué un comentario.
Si el dandi descubre aún dentro de sí, y por debajo de su frialdad, el lejano calor de una rosa fugitiva, el inquisidor, congelado hasta sus entrañas, se arriesga por entero a una voraz simplicidad, terapia final para una soledad sin mácula en que descansar definitivamente.
Porque es, ciertamente, la impureza que todavía en el dandi persiste, esa complejidad que un sentimiento de afecto añade, allí donde no debiera haber ya afecto alguno, lo que el inquisidor se niega violentamente a soportar. Él es, pues, el corolario del dandi, su implacable consecuencia, la del que anhela sacrificar el último residuo de su incongruencia en el altar de una pureza glacial, hialina.
El inquisidor sería, entonces, el brote paranoico del dandi, su paroxismo, el que completa el puzle de su experiencia a base de suprimir toda esa ambigüedad que un resto de amor implica, a base de concentrarse en los puros hechos, que, desprovistos de todo contenido afectivo, resultan, ahora sí, susceptibles de cuadrar en perfecta y lógica coherencia ante el espejo de un presente absoluto, donde la carne se extingue sin dejar huella, y la memoria y la nostalgia y la desesperación enmudecen para siempre:
En el espejo gélidas
miro otras luces, brillo
de ese cristal sin curso,
y sé: su frío es vida.
Sólo un reflejo o mano
mortal, que vida otorga.
Y sé. Quien calla, escucha.
¡Pero todos se abrasen!
lunes, 25 de enero de 2010
El amador y el dandi
Tradicionalmente se ha entendido que el amor tiene su doble: el odio. Pero odio y amor son diferentes. Ninguno de ellos es meramente la ausencia de su supuesto contrario. Ni siquiera se podría decir que son contrarios, acaso sólo en sus efectos.
El amor requiere, para empezar ---y hablo sólo de lo que no son formas sucedáneas de amor--- del compromiso de los amantes. Sin amante, sin los amantes, no hay amor. El amor reside en los amantes y crea un mundo únicamente en torno de ellos, aunque pueda tener efectos sobre el resto, no necesariamente benefactores, piénsese, por ejemplo, en Romeo y Julieta, o en la razón por la que Hölderlin cantara:
El odio, a diferencia del amor, es de naturaleza vírica y ajeno a la actividad de sus operadores. El odio se instala, más bien, en la pasividad del que odia, allí donde todo resto de amor y compasión han desaparecido, para arrasarlo entero y reclamar toda su energía psíquica, que, desde ese momento, se concentra en el deseo de mal o muerte del ser odiado. Es probable que la mayor parte de las personas sea ajena, por fortuna, al verdadero sentimiento de odio, que no conoce misericordia ni perdón.
El amor difícilmente es puro y simple, pues, en tanto constructor de un mundo, debe vérselas con la complejidad inherente a todo acto creativo. El odio, por su parte, es de una pureza y de una simplicidad demoledoras. Nada ambiguo hay. Todo en él es deseo de destrucción, de aniquilación.
La aniquilación que el odio exige actúa también, y muy en especial, sobre quien la ejerce. El que odia se aniquila a sí mismo, al destruir en el otro el fundamento de su humanidad, premisa de todo odio en sentido propio.
Esta divagación por las inhóspitas simas del odio era necesaria para comprender mejor un sentimiento aparentemente análogo por su carácter destructivo ---tanto para su objeto como para su sujeto---, pero mucho más afín al amor, quizá precisamente su opuesto, el que tradicionalmente debería haber sido considerado como tal. Me refiero a la frialdad afectiva extrema, a la anestesia de los afectos.
Típico de este sentimiento es su carácter totalizador: todos caen en su red. En su formas extremas de manifestación, la frialdad se desentiende de los otros de manera bien distinta a lo que sucede en el odio. Más que aniquilados, los otros aparecen borrados, como bultos que no cuentan, molestos como máximo, pero indignos, por insignificantes, de la atención que tan fijamente sigue existiendo en todo odio.
Formas de anestesia afectiva en grados más o menos altos son frecuentes en personas que han amado y que, a la vez, han sufrido más de lo que han podido soportar.
La intensidad del dolor afectivo, como también sucede en el dolor físico, no es mensurable por medios objetivos. Tiendo, sin embargo, a pensar que lo soportable o insoportable de un dolor tiene que ver no tanto con su nivel de intensidad cuanto con su cualidad.
Si bien las manifestaciones de esta frialdad extrema pueden ser escandalosas, máscaras de buena disposición y buen comportamiento son mucho más frecuentes. Así, la entrega extenuante a un trabajo solitario, que requiere rigor y grandes dosis de paciencia sostenida en el tiempo, puede ser también un síntoma de frialdad en personas no proclives por naturaleza a tales empresas. Más expresivamente, la figura del dandi, protegido por su traje y sus suaves maneras, habla bien de esa distancia ante todo lo que en su día afectara tan dolorosamente, todo lo que ahora quedaría borrado de la consideración emotiva tras la displicencia de un refinado cinismo.
El último libro de Vicente Aleixandre, cima, a mi entender, junto con "Poemas de la Consumación", de su obra poética, contiene, en el poema que lleva por título "Diálogo de los enajenados", una escalofriante exploración de esta clase de dandismo al que me estoy refiriendo. Los dos personajes del diálogo son el amador y el dandi. No podía ser menos; pues, como propongo, se trata de dos formas presentes en la vivencia amorosa: cuando se vive como posible, y cuando ya, por insoportable, deja de serlo.
Creo que todos oscilamos o podemos oscilar a lo largo de la vida entre ambas variantes. Qué preponderancia tendrá cada una de ellas, dependerá seguramente del peso que en nuestra estructura anímica tenga cada momento de nuestra historia.
También creo que esta oscilación se puede producir ---y quizá sea el caso más frecuente--- no en períodos de tiempo relativamente largos que se suceden uno a otro, sino como momentos diferenciados dentro de un mismo período de tiempo, de un hora en otra, de un día en otro...
Oigamos un fragmento significativo del monólogo del dandi:
El fragmento y el poema al que pertenece merecería mucha mayor atención de la que yo he podido lograr en mis comentarios anteriores. Como todo fragmento poético contiene también bastante más de lo que un comentario pueda explorar. Sorprende, por ejemplo, el lirismo melancólico de los primeros dos versos. No parece encajar enteramente con la descripción del dandismo que he propuesto, donde la frialdad debería abarcarlo todo y donde, por ello, no resultaría apropiado ningún tipo de implicación afectiva.
Quizá, y esto añade verdad a la posibilidad vital del dandismo, el dandi, el frío, el despegado de todo amor, no esté completamente desprovisto de afectos y, en particular, del sentimiento amoroso. Quizá el dandismo de carne y hueso consista primordialmente en un rechazo de todo lo que se arriesga en el trato con los otros, de una desesperanza o recelo definitivo respecto de los amores concretos, de las relaciones que se establecen entre las personas, los bultos que no cuentan.
Pero el dandi aún mantiene su amor, de una forma depuradísima dentro de sí y sólo para sí, en el olor de una flor, por ejemplo, como se expresa en otro momento del poema, pero ya no en el beso, residuo de un engaño "burgués" ---se dice también allí---, donde falta la terrible lucidez que se obtiene al comprender la falacia de todo amor humano. En este sentido, el dandismo sería una posibilidad, aún más radical y a la vez devastadora, de vivencia del amor, cuando el amor entre los hombres ya no se soporta, una más que habría que añadir a las consideradas al final de mi comentario de hace unos días a una frase de Cernuda.
No quisiera terminar sin aludir de nuevo a Hölderlin. En la casa de Tübingen donde el poeta suabo vivió "loco" durante casi cuarenta años hay un grafiti que nadie ha borrado ---al menos todavía estaba allí la última vez que la visité--- y en el que se lee: "Hölderlin no estaba loco".
¿No podría ser que Hölderlin, el amador, tuviera que acudir, más o menos conscientemente, y bajo la máscara de un fingido Scardanelli, a una suerte de dandismo extremo, que le protegiera para siempre de todo su pasado y todo su futuro?
El amor requiere, para empezar ---y hablo sólo de lo que no son formas sucedáneas de amor--- del compromiso de los amantes. Sin amante, sin los amantes, no hay amor. El amor reside en los amantes y crea un mundo únicamente en torno de ellos, aunque pueda tener efectos sobre el resto, no necesariamente benefactores, piénsese, por ejemplo, en Romeo y Julieta, o en la razón por la que Hölderlin cantara:
[Dios] nunca perdona
que perturbéis la paz de los amantes.
El odio, a diferencia del amor, es de naturaleza vírica y ajeno a la actividad de sus operadores. El odio se instala, más bien, en la pasividad del que odia, allí donde todo resto de amor y compasión han desaparecido, para arrasarlo entero y reclamar toda su energía psíquica, que, desde ese momento, se concentra en el deseo de mal o muerte del ser odiado. Es probable que la mayor parte de las personas sea ajena, por fortuna, al verdadero sentimiento de odio, que no conoce misericordia ni perdón.
El amor difícilmente es puro y simple, pues, en tanto constructor de un mundo, debe vérselas con la complejidad inherente a todo acto creativo. El odio, por su parte, es de una pureza y de una simplicidad demoledoras. Nada ambiguo hay. Todo en él es deseo de destrucción, de aniquilación.
La aniquilación que el odio exige actúa también, y muy en especial, sobre quien la ejerce. El que odia se aniquila a sí mismo, al destruir en el otro el fundamento de su humanidad, premisa de todo odio en sentido propio.
Esta divagación por las inhóspitas simas del odio era necesaria para comprender mejor un sentimiento aparentemente análogo por su carácter destructivo ---tanto para su objeto como para su sujeto---, pero mucho más afín al amor, quizá precisamente su opuesto, el que tradicionalmente debería haber sido considerado como tal. Me refiero a la frialdad afectiva extrema, a la anestesia de los afectos.
Típico de este sentimiento es su carácter totalizador: todos caen en su red. En su formas extremas de manifestación, la frialdad se desentiende de los otros de manera bien distinta a lo que sucede en el odio. Más que aniquilados, los otros aparecen borrados, como bultos que no cuentan, molestos como máximo, pero indignos, por insignificantes, de la atención que tan fijamente sigue existiendo en todo odio.
Formas de anestesia afectiva en grados más o menos altos son frecuentes en personas que han amado y que, a la vez, han sufrido más de lo que han podido soportar.
La intensidad del dolor afectivo, como también sucede en el dolor físico, no es mensurable por medios objetivos. Tiendo, sin embargo, a pensar que lo soportable o insoportable de un dolor tiene que ver no tanto con su nivel de intensidad cuanto con su cualidad.
Si bien las manifestaciones de esta frialdad extrema pueden ser escandalosas, máscaras de buena disposición y buen comportamiento son mucho más frecuentes. Así, la entrega extenuante a un trabajo solitario, que requiere rigor y grandes dosis de paciencia sostenida en el tiempo, puede ser también un síntoma de frialdad en personas no proclives por naturaleza a tales empresas. Más expresivamente, la figura del dandi, protegido por su traje y sus suaves maneras, habla bien de esa distancia ante todo lo que en su día afectara tan dolorosamente, todo lo que ahora quedaría borrado de la consideración emotiva tras la displicencia de un refinado cinismo.
El último libro de Vicente Aleixandre, cima, a mi entender, junto con "Poemas de la Consumación", de su obra poética, contiene, en el poema que lleva por título "Diálogo de los enajenados", una escalofriante exploración de esta clase de dandismo al que me estoy refiriendo. Los dos personajes del diálogo son el amador y el dandi. No podía ser menos; pues, como propongo, se trata de dos formas presentes en la vivencia amorosa: cuando se vive como posible, y cuando ya, por insoportable, deja de serlo.
Creo que todos oscilamos o podemos oscilar a lo largo de la vida entre ambas variantes. Qué preponderancia tendrá cada una de ellas, dependerá seguramente del peso que en nuestra estructura anímica tenga cada momento de nuestra historia.
También creo que esta oscilación se puede producir ---y quizá sea el caso más frecuente--- no en períodos de tiempo relativamente largos que se suceden uno a otro, sino como momentos diferenciados dentro de un mismo período de tiempo, de un hora en otra, de un día en otro...
Oigamos un fragmento significativo del monólogo del dandi:
[...] Yo me paseo con mi bastón tristísimo
por la alameda última de mi ciudad sin paz.
Bultos, más bultos. Sueño. Mi sonrisa no mata,
pero sopla en los rostros y los borra. Pasad.
El fragmento y el poema al que pertenece merecería mucha mayor atención de la que yo he podido lograr en mis comentarios anteriores. Como todo fragmento poético contiene también bastante más de lo que un comentario pueda explorar. Sorprende, por ejemplo, el lirismo melancólico de los primeros dos versos. No parece encajar enteramente con la descripción del dandismo que he propuesto, donde la frialdad debería abarcarlo todo y donde, por ello, no resultaría apropiado ningún tipo de implicación afectiva.
Quizá, y esto añade verdad a la posibilidad vital del dandismo, el dandi, el frío, el despegado de todo amor, no esté completamente desprovisto de afectos y, en particular, del sentimiento amoroso. Quizá el dandismo de carne y hueso consista primordialmente en un rechazo de todo lo que se arriesga en el trato con los otros, de una desesperanza o recelo definitivo respecto de los amores concretos, de las relaciones que se establecen entre las personas, los bultos que no cuentan.
Pero el dandi aún mantiene su amor, de una forma depuradísima dentro de sí y sólo para sí, en el olor de una flor, por ejemplo, como se expresa en otro momento del poema, pero ya no en el beso, residuo de un engaño "burgués" ---se dice también allí---, donde falta la terrible lucidez que se obtiene al comprender la falacia de todo amor humano. En este sentido, el dandismo sería una posibilidad, aún más radical y a la vez devastadora, de vivencia del amor, cuando el amor entre los hombres ya no se soporta, una más que habría que añadir a las consideradas al final de mi comentario de hace unos días a una frase de Cernuda.
No quisiera terminar sin aludir de nuevo a Hölderlin. En la casa de Tübingen donde el poeta suabo vivió "loco" durante casi cuarenta años hay un grafiti que nadie ha borrado ---al menos todavía estaba allí la última vez que la visité--- y en el que se lee: "Hölderlin no estaba loco".
¿No podría ser que Hölderlin, el amador, tuviera que acudir, más o menos conscientemente, y bajo la máscara de un fingido Scardanelli, a una suerte de dandismo extremo, que le protegiera para siempre de todo su pasado y todo su futuro?
jueves, 21 de enero de 2010
La humildad de la palabra poética
Unos de los versos más famosos de Friedrich Hölderlin dice así:
Que se traduce habitualmente como:
Tal vez sea cierto.
Pero si la palabra es siempre la palabra del amor y vive de su misma tensión, la tensión entre deseo infinito y cumplimiento imposible, entre ella misma y su silencio; si la palabra es, pues, palabra que renuncia a la posesión y a la permanencia, la palabra es despedida y sólo su despedirse perdura.
Porque el canto es también su propio fin, y, cuando el canto termina, cumple paradójicamente su destino. Pues sólo en su acabarse completa su verdad, la verdad de estar hecho, también él, de la misma materia que el cantor. Por eso, el canto verdadero suscita la melancolía, porque en cada una de sus irrepetibles entonaciones muere, para no regresar, como todo aquello que canta, como las mismas lágrimas que dejase en nosotros, los que cantamos, los que escuchamos.
Was bleibt, stiften die Dichter
Que se traduce habitualmente como:
Lo que perdura lo fundan los poetas
Tal vez sea cierto.
Pero si la palabra es siempre la palabra del amor y vive de su misma tensión, la tensión entre deseo infinito y cumplimiento imposible, entre ella misma y su silencio; si la palabra es, pues, palabra que renuncia a la posesión y a la permanencia, la palabra es despedida y sólo su despedirse perdura.
Porque el canto es también su propio fin, y, cuando el canto termina, cumple paradójicamente su destino. Pues sólo en su acabarse completa su verdad, la verdad de estar hecho, también él, de la misma materia que el cantor. Por eso, el canto verdadero suscita la melancolía, porque en cada una de sus irrepetibles entonaciones muere, para no regresar, como todo aquello que canta, como las mismas lágrimas que dejase en nosotros, los que cantamos, los que escuchamos.
Cernunda y el amor
Luis Cernuda escribía lo siguiente en su 'Historial de un libro':
Esta sentencia me pareció enigmática en mi adolescencia y en mi primera juventud. Con los años ---los años de los que habla Cernuda---, creo entenderla, a pesar de las discrepancias que en cuestiones de amor pudiera tener con el poeta sevillano.
La parte de egoísmo se deja gobernar precisamente porque, pese a lo que diría Freud, no es completamente inconsciente. Parece, pues, cuestión de proponérselo en alguna medida. ¿En qué medida?
Lo agudo de la reflexión cernudiana radica en que presupone sin más algo que seguramente poca gente estaría dispuesta a aceptar, a saber, que en todo amor hay implicada, querámoslo o no, sepámoslo o no, una parte de egoísmo.
Egoísmo aquí es otro nombre para referirse a una íntima e inexcusable necesidad. Esta necesidad es el signo o síntoma de una precariedad sustantiva. Y esta precariedad, a su vez, es la otra cara del afán de plenitud en que consiste el hombre. Así pues, nuevamente, Deseo frente a Realidad.
Sin sabiduría ---en el sentido griego del término---, este deseo de plenitud se lanza ciegamente sobre el cuerpo amado, en la absurda esperanza de que este cuerpo lo colmará para siempre. Lo absurdo de esta esperanza radica en que ella, por característica esencial de la existencia "mortal" ---como dirían, de nuevo, los griegos--- no tiene cumplimiento, no puede tenerlo, pues todo cuerpo está transido de tiempo, de finitud, de contingencia.
Este amor, que no es sabio ni quiere serlo, deviene entonces, en su continuo desacierto, amor posesivo en todas sus múltiples manifestaciones, de las cuales los celos es la más conspicua, aunque no la única ---inolvidable en este sentido la película Él de Luis Buñuel.
Cuando el egoísmo se ignora ---se quiere ignorar--- lo que se arriesga, ante todo, es la humanidad del hombre, en particular, su propio deseo de plenitud, que, al verse inevitablemente defraudado, se pierde en los escombros del fracaso amoroso.
Regir el egoísmo presente en todo amor no sería, pues, sino comprender desde las entrañas esta esencia del hombre ---no valdría, por supuesto, que la comprensión fuese meramente racional.
¿Pero es posible no renunciar al amor y aceptar su limitación intrínseca? No puedo imaginar más que dos formas humanamente practicables de hacerlo, ambas obviamente dolorosas, pues que se asientan precisamente en esa tensión entre Realidad y Deseo.
La primera es la "solución" de Cernuda, y de otros, ---pienso, por ejemplo, en el "amor intransitivo" de Rilke---, solución de clara raigambre platónica: convertir al ser amado, al cuerpo amado, en "pretexto" consciente del amante, acicate de su deseo, que se proyectaría, a través y por medio del amado, en aquello inaccesible a que apunta. El deseo mismo es aquí, en cierto modo, el objeto del amor. Amor, pues, que es básicamente narcisista, y al que cabe dedicar un vida. Cernuda, como es sabido, dedicó "La Realidad y el Deseo" precisamente a su solo deseo.
Los peligros de convertir al otro en mero medio, de instrumentalizarlo, resultan evidentes en este tipo de soluciones.
La otra alternativa es, si cabe, más dolorosa para los amantes, que ahora, sin embargo, estarían en igualdad de condiciones. Consistiría en compartir la nostalgia que emana de la experiencia de un amor que se sabe finito, inexorablemente fugaz e incompleto, especialmente allí donde el amor es mayor y más profundamente parece y quiere consumarse. Vivir el amor, pues, como una despedida, que, en el más maravilloso de los casos, dura toda una vida, ese breve tránsito que es el hombre.
La poesía no sólo puede decir mucho en este asunto, sino que además está embargada por él enteramente. ¿Acaso no es la tensión extrema entre la palabra y lo indecible a que apunta la misma tensión que vibra en todo amor?
Son necesarios [...] algunos años [...] para aprender, en amor, a regir la parte de egoísmo que, no del todo conscientemente, arriesgamos en él.
Esta sentencia me pareció enigmática en mi adolescencia y en mi primera juventud. Con los años ---los años de los que habla Cernuda---, creo entenderla, a pesar de las discrepancias que en cuestiones de amor pudiera tener con el poeta sevillano.
La parte de egoísmo se deja gobernar precisamente porque, pese a lo que diría Freud, no es completamente inconsciente. Parece, pues, cuestión de proponérselo en alguna medida. ¿En qué medida?
Lo agudo de la reflexión cernudiana radica en que presupone sin más algo que seguramente poca gente estaría dispuesta a aceptar, a saber, que en todo amor hay implicada, querámoslo o no, sepámoslo o no, una parte de egoísmo.
Egoísmo aquí es otro nombre para referirse a una íntima e inexcusable necesidad. Esta necesidad es el signo o síntoma de una precariedad sustantiva. Y esta precariedad, a su vez, es la otra cara del afán de plenitud en que consiste el hombre. Así pues, nuevamente, Deseo frente a Realidad.
Sin sabiduría ---en el sentido griego del término---, este deseo de plenitud se lanza ciegamente sobre el cuerpo amado, en la absurda esperanza de que este cuerpo lo colmará para siempre. Lo absurdo de esta esperanza radica en que ella, por característica esencial de la existencia "mortal" ---como dirían, de nuevo, los griegos--- no tiene cumplimiento, no puede tenerlo, pues todo cuerpo está transido de tiempo, de finitud, de contingencia.
Este amor, que no es sabio ni quiere serlo, deviene entonces, en su continuo desacierto, amor posesivo en todas sus múltiples manifestaciones, de las cuales los celos es la más conspicua, aunque no la única ---inolvidable en este sentido la película Él de Luis Buñuel.
Cuando el egoísmo se ignora ---se quiere ignorar--- lo que se arriesga, ante todo, es la humanidad del hombre, en particular, su propio deseo de plenitud, que, al verse inevitablemente defraudado, se pierde en los escombros del fracaso amoroso.
Regir el egoísmo presente en todo amor no sería, pues, sino comprender desde las entrañas esta esencia del hombre ---no valdría, por supuesto, que la comprensión fuese meramente racional.
¿Pero es posible no renunciar al amor y aceptar su limitación intrínseca? No puedo imaginar más que dos formas humanamente practicables de hacerlo, ambas obviamente dolorosas, pues que se asientan precisamente en esa tensión entre Realidad y Deseo.
La primera es la "solución" de Cernuda, y de otros, ---pienso, por ejemplo, en el "amor intransitivo" de Rilke---, solución de clara raigambre platónica: convertir al ser amado, al cuerpo amado, en "pretexto" consciente del amante, acicate de su deseo, que se proyectaría, a través y por medio del amado, en aquello inaccesible a que apunta. El deseo mismo es aquí, en cierto modo, el objeto del amor. Amor, pues, que es básicamente narcisista, y al que cabe dedicar un vida. Cernuda, como es sabido, dedicó "La Realidad y el Deseo" precisamente a su solo deseo.
Los peligros de convertir al otro en mero medio, de instrumentalizarlo, resultan evidentes en este tipo de soluciones.
La otra alternativa es, si cabe, más dolorosa para los amantes, que ahora, sin embargo, estarían en igualdad de condiciones. Consistiría en compartir la nostalgia que emana de la experiencia de un amor que se sabe finito, inexorablemente fugaz e incompleto, especialmente allí donde el amor es mayor y más profundamente parece y quiere consumarse. Vivir el amor, pues, como una despedida, que, en el más maravilloso de los casos, dura toda una vida, ese breve tránsito que es el hombre.
La poesía no sólo puede decir mucho en este asunto, sino que además está embargada por él enteramente. ¿Acaso no es la tensión extrema entre la palabra y lo indecible a que apunta la misma tensión que vibra en todo amor?
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