Cada vez me resulta más difícil encontrar un texto filosófico contemporáneo que no se me caiga de las manos a las pocas horas de empezar su lectura. Mi desinterés ha llegado hasta tal punto que prácticamente renuncio a intentarlo. Podría pensar que, después de los centenares de lecturas filosóficas que he emprendido, no es probable encontrar ya algo significativo. Podría aventurar que los cientos de miles de páginas que se publican hoy sobre temas filosóficos no pesan nada si al otro lado de la balanza se pone una sola línea de Platón. Podría incluso teorizar, como ya se ha hecho, sobre el declive al que inevitablemente conduce el reconocimiento de la imposibilidad del sistema o, cuando menos, de la imposibilidad de un progreso en el desvelamiento de la verdad, cuyo último exponente sería quizá Husserl y alguno de sus epígonos.
Pero ninguna de estas hipótesis o cualesquiera otras de semejante cariz da en el centro del problema. El centro del problema, de este problema mío, y quizá problema de casi todos, sólo se atisba cuando se contrapone la literatura filosófica como un todo a la filosofía en su expresión primera, la filosofía socrática.
Ya Vlastos, en su obra seminal sobre Sócrates, Socrates, Ironist and Moral Philosopher, se ve en la necesidad de iniciar su especulación con la alusión a la famosa extrañeza o atopía socrática. Pero con anterioridad a todos los enigmas que para la filosofía postsocrática plantea Sócrates, se eleva uno, inicial, al que no suele darse respuesta: Sócrates no escribió filosofía.
Y, sin embargo, la filosofía, después de Sócrates, se ha hecho literatura. Con Platón comienza este proceso, pese a todos los matices que se expresan en el Fedro. A partir de la Modernidad y tras la progresiva especialización y regimentación de la Universidad, la filosofía ha devenido casi exclusivamente literatura académica.
¿No será que a la filosofía, primariamente un deseo, una necesidad radicalmente humana, ajena a disciplinas y departamentos, no le conviene esta máscara literaria? ¿No será que ese deseo se desvanece en el comercio de las palabras escritas, es decir, muere allí donde falta el encuentro real, cara a cara, que propicia el diálogo de los que están prendidos por el mismo amor?
Mal final, pues, para la filosofía, aherrojada en las páginas de un libro, de un libro hecho para especialistas, donde lo que cuenta es el número de citas tácitas o explícitas de los otros anti-filósofos, los que abandonaron su supuesto amor por las migajas de una más que sospechosa gloria literaria. Acaso también signo de la alianza contra natura entre filosofía y nihilismo, de la que Sócrates sería, por ello mismo, el único antídoto.
La filosofía ha llegado a su fin no porque la posmodernidad haya abierto la caja de Pándora de la equipolencia de razones y sinrazones. Ha muerto porque sus supuestos voceros se negaron a percibir el sentido de su vocación universal, que no era el de la proposición incontrovertible, sino el de la exigencia del diálogo, un diálogo donde lo que se pesan son las almas y no las páginas de un libro mudo.
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