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Las oposiciones de este año para profesores de conservatorios de la Junta de Castilla y León volverán a ser, en unos cuantos casos, un paripé lamentable. Ya sucedió el 2002 y volverá a suceder ahora.
El texto de la convocatoria dice expresamente que se velará por el cumplimiento del principio de especialidad. Me pregunto qué clase de velar es aquél que permite que alguno de los tribunales evaluadores no cuente, ni tan siquiera, con una mayoría de especialistas, como sucede, por ejemplo, en percusión y en contrabajo.
Se me dirá que el caso no es único, que esto viene aconteciendo también en otras comunidades educativas. Y efectivamente es, o ha sido, así. Pero la objeción no tiene fuerza, pues el mal de muchos no puede consolar a ninguno de los seres racionales realmente interesados en la calidad de la enseñanza pública. Los políticos suelen utilizar estas mismas palabras, calidad de enseñanza, cuando se trata de sacar la oportuna rentabilidad a sus planes de mejora. La realidad, frecuentemente, suele desmentir ese discurso mediante hechos como el que ahora lamento. ¡Ay, si llegara el día en que los profesionales de la enseñanza alzaran su voz, todos a una, para contar cómo están de verdad las cosas!
Este caso concreto tendría una fácil solución: establecer acuerdos entre comunidades educativas para asegurar la constitución de tribunales plenamente cualificados en aquellas especialidades donde los funcionarios de la comunidad no fueran suficientes. Pero no, esto parece muy difícil. Es mejor hacer pagar el pato a los miembros del tribunal no cualificados que se encontrarán con el dilema moral de evaluar a quien no pueden ni deben, o actuar como títeres de la minoría de expertos y suscribir una calificación evidentemente parcial; es mejor menospreciar el derecho del opositor a una prueba digna; es mejor, en fin, hacer la vista gorda a las consecuencias que un fallo injusto pudiera tener para los hijos de los ciudadanos que financian con sus impuestos la educación.
Pero lo peor de todo ---al fin y al cabo estamos acostumbrados a la insensibilidad de las administraciones--- es que no se observan signos de rebeldía entre los profesionales de la enseñanza musical especializada, ni en éste ni en ningún otro asunto. Es concebible, si llevamos las cosas a sus extremos, que las administraciones cometan errores tan tremendos como éste, lo impensable y lo intolerable es que los expertos no traten de hacerles comprender la magnitud de su error.
En The Fall of Public Man, Richard Sennett investigó las razones que han llevado al hombre actual a su estado de narcisismo radical. Los profesionales de la enseñanza, en general, cumplen muy bien sus minuciosas descripciones. Ya no interesa nada más que el bienestar propio. La gente tiembla cuando puede ser nombrada miembro de un tribunal de oposición, aunque sea de su especialidad. Pero nadie pestañea cuando de lo que se trata es de defender la imparcialidad o limpieza de las pruebas.
Lo peor es este saberse condenado a la insolidaridad impuesta por la legión de los obsesos de su propio ombligo. Cuánto se echa de menos no pertenecer a esos otros colectivos, menos cultos pero infinitamente más humanos, que en otros momentos sí han sido capaces de sentirse miembros de un grupo y reclamar una mejora para todos. Aquí, entre los educados educadores, como entre los Eloi de Wells, reina la serena aceptación de cualquier barbaridad. ¿Para eso sirve la cultura?
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