Nada mejor que utilizar las propias experiencias como medio para probar algo. La experiencia que voy a contar constituye un ejemplo palpable de cómo la publicación de un libro bajo una licencia libre permite su difusión y visibilidad a una escala mucho mayor de la que se obtendría mediante un sistema tradicional (cerrado) de publicación. Por supuesto que ésta no es la razón fundamental para publicar bajo una licencia libre, pero sí puede servir para refutar la opinión común de los autores que creen que el hecho de no estar bajo el amparo de una editorial tradicional y conocida implica condenar su obra a la invisibilidad.
Es necesario advertir que el asunto del libro facilitó ---no me cabe duda--- el proceso que relataré. Es más, estoy convencido de que, si el libro hubiera versado sobre un asunto diferente ---en concreto, sobre un tema ajeno al de las ciencias puras---, otro gallo hubiera cantado. Pero esto último lo único que prueba es que particularmente en los ámbitos humanísticos subsiste una fuerte resistencia a cambiar hacia modelos mucho más interesantes de difusión y promoción del conocimiento.
Pues bien, hace unos años se me ocurrió escribir un pequeño libro de iniciación a LaTeX en el terreno de las Humanidades (LaTeX para las Humanidades). Lo hice porque creía, y todavía creo, que las ventajas de este sistema de preparación de documentos no se estaban aprovechando, como debieran, en esos ámbitos, pero sobre todo lo hice porque me divertí mucho mientras lo escribía. Huelga decir que la satisfacción personal, más allá de cualquier acontecimiento posterior imaginable, fue la única fuente de motivación que esperaba y deseaba.
No obstante, una vez finalizado el proceso de escritura, pensé por un momento que el texto podría interesar a mis compañeros de Libertonia, un grupo de gente muy competente y estupenda que mantenía interesantísimas conversaciones sobre software libre y temas relacionados en uno de los sitios más emblemáticos y valorados de la época. Ni corto ni perezoso puse una entrada sobre el libro en mi diario de Libertonia. A partir de ese momento dejé de llevar la iniciativa ---nótese cuán pequeña fue---, todo lo demás sucedió por obra de la propia comunidad.
La mecha la encendió uno de los usuarios con más conocimiento de LaTeX que había entre los libertonianos y que estaba, además, suscrito a la lista de correo de usuarios hispanohablantes de TeX (CervanTeX). Fue él quien envió a esta lista un correo al respecto. Al poco tiempo, el libro apareció citado en la página web de CervanTeX, el sitio de referencia para bibliografía en castellano sobre TeX. Por otra parte, el encargado de la publicación de TeXemplares, boletín de CervanTeX, se puso en contacto conmigo para escribir una reseña de mi libro, cosa que hice. Este artículo, y el libro, llegaron incluso a aparecer comentados poco después en el TUGboat, boletín del grupo internacional de usuarios de TeX, la referencia online más importante a nivel mundial sobre TeX. Incluso, en contacto con una responsable del TUG, se barajó la posibilidad de una traducción al inglés de mi reseña, algo que, desgraciadamente, excedía ---y excede--- mi competencia en la lengua de Shakespeare.
Y la cosa no terminó ahí. Los responsables de la organización del congreso días Caldum sobre software libre, patrocinado por la Universidad de Murcia, se pusieron en contacto conmigo para ofrecer una conferencia sobre LaTeX, en la línea de mi LaTeX para las Humanidades, un extracto de esa conferencia salió posteriormente publicado en el propio TeXemplares, bajo el título El qué y el porqué de LaTeX. Todavía recuerdo la forma peculiar en quedé con el responsable del evento. Como no nos conocíamos, tuvimos que utilizar algún señuelo, igual que en las películas de espías ;-) . Finalmente, alguien se molestó en introducir una referencia al libro en la Wikipedia.
Aparte de todo esto, varios usuarios me han ido enviado elogios y propuestas o correcciones para mejorar el libro, cosa que les agradezco enormemente.
Quizá lo único que ha faltado es la participación directa de nuevos escritores. Es comprensible, por otra parte, que ello no haya sucedido todavía, dado el carácter "literario" del escrito: resulta difícil colaborar en algo con un sello estilístico tan personal. También falta, desde luego, que yo encuentre el tiempo y las ganas para realizar nuevas mejoras en el documento. Tal vez algún día llegue de nuevo el momento.
Lo más importante de la anécdota que acabo de relatar es que ninguna de las personas citadas tenía conocimiento de quién estaba bajo el seudónimo con el que publiqué el libro, es decir, únicamente el propio libro puso en marcha todo el extraordinario conjunto de reacciones que suscitó. Esto demuestra hasta qué punto una producción cultural habla por sí sola y cómo, en ausencia del argumento de autoridad, es posible que se desencadene un proceso de difusión inimaginable en los modelos tradicionales de distribución. Eso sí, la clave está en esa comunidad atenta a lo que surge y poco proclive a conceder valor a algo únicamente por la notoriedad de quien lo firma, en lugar de por lo que el producto pueda contener de valioso en sí mismo. Una comunidad de esta clase ha sido, desde sus orígenes, la comunidad del software libre, y es, sin duda, el ejemplo para todas las comunidades que, tras ella, están empezando a poner las bases del conocimiento abierto.
Mi esperanza es que los autores de todos los ámbitos y especialidades se animen a traspasar el umbral de esta nueva época. ¿Alguien duda de que ése va a ser el futuro?
lunes, 30 de junio de 2008
miércoles, 25 de junio de 2008
Contra la especialización
En un famoso texto de Also sprach Zarathustra Nietzsche dice lo siguiente:
Al final de la adolescencia uno tiende a creer que la vida, su vida, ha de tener un sentido supremo y que existe un único camino para cumplir ese sentido. ¿A qué dedicarse? Esta pregunta se eleva entonces como la cuestión crucial, aquella de cuya respuesta depende todo. La urgencia de esta pregunta se asocia a un sentimiento angustioso: si respondo mal ---siente uno--- arruinaré para siempre mi vida. Así pueden pasar muchos años de la juventud, en busca del sentido definitivo, de la profesión definitiva, jalonados por crisis profundas que estallan cuando el camino elegido en un primer momento se percibe como un engaño, como un mero canto de sirenas.
La adolescencia y la primera juventud son duras. Lo son por varias razones, pero sobre todo porque todavía no se cuenta ni con la experiencia ni con la perspectiva suficiente para poder poner en cuestión los propios presupuestos, que son, en último término, los prejuicios incuestionados de la sociedad en la que se ha nacido.
Un prejuicio de nuestra época es conceder el máximo valor a quien sobresale por encima del resto en un campo determinado. A éste se le llama genio, cuando habría que llamarle más bien, con Nietzsche, un lisiado ---si es que el ser del loado no consiste en otra cosa que en aquello por lo que se le alaba, como con frecuencia sucede. El adolescente, por su parte, está oscuramente aguijoneado por la avidez de destacar. Este deseo es muy natural y cuesta mucho desprenderse de la esclavitud a que suele someter al hombre a lo largo de toda su vida. Pero el adolescente no lo sabe y se entrega a él ciegamente, y, en su ceguera, echa mano de todo, fundamentalmente de la creencia en el camino único, que en el fondo no es sino una tapadera para seguir concentrándose en una actividad en la que poder ser un genio y, de paso, menospreciar el resto de actividades que no concuerdan con la elección propia. Los educadores (padres, profesores, etc.) suelen, a su vez, jalear esta carrera del joven hacia la gloria, básicamente porque de esa forma todavía mantienen la oportunidad de descollar ellos mismos como mentores de la gran figura. Cuando, con los años, el grado de competencia entre los aspirantes a la genialidad se hace muy grande ---sólo hay lugar para muy pocos en las cimas del Parnaso--- las aspiraciones megalomaníacas de los vencidos se ven abocadas a dos destinos igual de miserables: la depresión de por vida o la conversión de la pureza inicial en puro arribismo ---pues todavía se puede conseguir estar en lo alto por medios ilícitos.
Es responsabilidad de los educadores, una de las más importantes en nuestra época, romper de raíz esta espiral demencial y degradante. Una forma de hacerlo es cuestionar sus principios. Mucho se ganaría si, para empezar, se comenzase por demoler el falso ídolo de la profesión perfecta. Cuánto no ganarían los adolescentes si en lugar de empujarles por una dirección única se incentivase su natural curiosidad hacia todos los campos del saber y de la vida. Lo que ganen en amplitud de mirada les servirá para siempre. Y estoy convencido de que esa amplitud no tiene porque ir detrimento de la profundidad. Con esfuerzo y trabajo se puede tener un conocimiento no meramente superficial de los reinos más importantes de la cultura, sin necesidad de ser un experto en cada una de las materias. Luego, efectivamente, habrá que especializarse en algo, el mundo laboral lo exige, pero cuanto más tarde se realice la elección, mejor, y cuanto menos debilite esa elección la curiosidad por todo, menos expuesto se estará a los prejuicios que imperan en cada ámbito específico, pues sólo quien los mira desde fuera es capaz de reconocerlos y lograr cierta inmunidad ante ellos.
El camino contrario ya lo predijo Nietzsche: el amargo laurel de la deformidad.
Und als ich aus meiner Einsamkeit kam und zum ersten Male über diese Brücke gieng: da traute ich meinen Augen nicht und sah hin, und wieder hin, und sagte endlich: `das ist ein Ohr! Ein Ohr, so gross wie ein Mensch!` [...] Das Volk sagte mir aber, das grosse Ohr sei nicht nur ein Mensch, sondern ein grosser Mensch, ein Genie. Aber ich glaubte dem Volke niemals, wenn es von grossen Menschen redete - und behielt meinen Glauben bei, dass es ein umgekehrter Krüppel sei, der an Allem zu wenig und an Einem zu viel habe.
[ Y cuando venía de mi soledad y por primera vez cruzaba este puente, no podía creer lo que veía, miraba una y otra vez y finalmente dije: `¡esto es una oreja!, ¡una oreja del tamaño de un hombre! `[...] La gente me decía, sin embargo, que esta gran oreja no era sólo un hombre, sino un gran hombre, un genio. Pero nunca he creído a la gente cuando habla de grandes hombres, y me mantuve en mi idea de que se trataba de un lisiado invertido, que tenía muy poco de todo y demasiado de una sola cosa. ]
Al final de la adolescencia uno tiende a creer que la vida, su vida, ha de tener un sentido supremo y que existe un único camino para cumplir ese sentido. ¿A qué dedicarse? Esta pregunta se eleva entonces como la cuestión crucial, aquella de cuya respuesta depende todo. La urgencia de esta pregunta se asocia a un sentimiento angustioso: si respondo mal ---siente uno--- arruinaré para siempre mi vida. Así pueden pasar muchos años de la juventud, en busca del sentido definitivo, de la profesión definitiva, jalonados por crisis profundas que estallan cuando el camino elegido en un primer momento se percibe como un engaño, como un mero canto de sirenas.
La adolescencia y la primera juventud son duras. Lo son por varias razones, pero sobre todo porque todavía no se cuenta ni con la experiencia ni con la perspectiva suficiente para poder poner en cuestión los propios presupuestos, que son, en último término, los prejuicios incuestionados de la sociedad en la que se ha nacido.
Un prejuicio de nuestra época es conceder el máximo valor a quien sobresale por encima del resto en un campo determinado. A éste se le llama genio, cuando habría que llamarle más bien, con Nietzsche, un lisiado ---si es que el ser del loado no consiste en otra cosa que en aquello por lo que se le alaba, como con frecuencia sucede. El adolescente, por su parte, está oscuramente aguijoneado por la avidez de destacar. Este deseo es muy natural y cuesta mucho desprenderse de la esclavitud a que suele someter al hombre a lo largo de toda su vida. Pero el adolescente no lo sabe y se entrega a él ciegamente, y, en su ceguera, echa mano de todo, fundamentalmente de la creencia en el camino único, que en el fondo no es sino una tapadera para seguir concentrándose en una actividad en la que poder ser un genio y, de paso, menospreciar el resto de actividades que no concuerdan con la elección propia. Los educadores (padres, profesores, etc.) suelen, a su vez, jalear esta carrera del joven hacia la gloria, básicamente porque de esa forma todavía mantienen la oportunidad de descollar ellos mismos como mentores de la gran figura. Cuando, con los años, el grado de competencia entre los aspirantes a la genialidad se hace muy grande ---sólo hay lugar para muy pocos en las cimas del Parnaso--- las aspiraciones megalomaníacas de los vencidos se ven abocadas a dos destinos igual de miserables: la depresión de por vida o la conversión de la pureza inicial en puro arribismo ---pues todavía se puede conseguir estar en lo alto por medios ilícitos.
Es responsabilidad de los educadores, una de las más importantes en nuestra época, romper de raíz esta espiral demencial y degradante. Una forma de hacerlo es cuestionar sus principios. Mucho se ganaría si, para empezar, se comenzase por demoler el falso ídolo de la profesión perfecta. Cuánto no ganarían los adolescentes si en lugar de empujarles por una dirección única se incentivase su natural curiosidad hacia todos los campos del saber y de la vida. Lo que ganen en amplitud de mirada les servirá para siempre. Y estoy convencido de que esa amplitud no tiene porque ir detrimento de la profundidad. Con esfuerzo y trabajo se puede tener un conocimiento no meramente superficial de los reinos más importantes de la cultura, sin necesidad de ser un experto en cada una de las materias. Luego, efectivamente, habrá que especializarse en algo, el mundo laboral lo exige, pero cuanto más tarde se realice la elección, mejor, y cuanto menos debilite esa elección la curiosidad por todo, menos expuesto se estará a los prejuicios que imperan en cada ámbito específico, pues sólo quien los mira desde fuera es capaz de reconocerlos y lograr cierta inmunidad ante ellos.
El camino contrario ya lo predijo Nietzsche: el amargo laurel de la deformidad.
martes, 24 de junio de 2008
No todo es inspiración divina
Me entero por mi amigo Sherif El-Salhy de esta entrada en la web de David Russell.
La nota de David es interesante por varios motivos. Me gustaría destacar uno en especial. La gente tiende a imaginarse ---aquí el tópico ha hecho y sigue haciendo mucho daño--- que una buena interpretación es esencialmente fruto de la inspiración del intérprete. Claro que la inspiración y la intuición tienen un papel determinante en el resultado. Es más, probablemente sea lo que distingue una interpretación excelente de una meramente correcta. Pero para que la excelencia se haga presente es necesario el trabajo. Lo interesante de la entrada que comento es que este trabajo no es sólo trabajo en bruto, es decir, horas y horas de entrenamiento sin ton ni son. Es necesaria igualmente una disciplina adecuadamente regulada de acuerdo a una metodología bien pensada. La "chuleta" de David nos permite ver claramente que la forma y distribución del trabajo están perfectamente definidos por un sistema de control bien diseñado.
Cada intérprete deberá encontrar su manera propia de organizar su trabajo. Lo que resulta impensable, cuando de lo que se trata es de lograr resultados excelentes, es que sin un mínimo sistema de organización del trabajo se pueda conseguir algo interesante.
En definitiva, la música y el arte en general, no están exentos de las exigencias comunes a todas las tareas creativas de envergadura. Esto es algo que trato de comunicar permanentemente a mis alumnos, sin demasiado éxito, todo sea dicho. Por supuesto, hay que buscar un equilibrio entre disciplina y espontaneidad. Hay que evitar que un exceso de disciplina y metodología ahogue la frescura que debe haber en el trato con las obras musicales. Pero también es imprescindible impedir que la anarquía se apodere de nuestra voluntad y que, con la disculpa de la inspiración, el trabajo acabe sin dar fruto sepultado bajo una avalancha de problemas que sólo una preparación cuidadosa y sistemática puede frenar.
La nota de David es interesante por varios motivos. Me gustaría destacar uno en especial. La gente tiende a imaginarse ---aquí el tópico ha hecho y sigue haciendo mucho daño--- que una buena interpretación es esencialmente fruto de la inspiración del intérprete. Claro que la inspiración y la intuición tienen un papel determinante en el resultado. Es más, probablemente sea lo que distingue una interpretación excelente de una meramente correcta. Pero para que la excelencia se haga presente es necesario el trabajo. Lo interesante de la entrada que comento es que este trabajo no es sólo trabajo en bruto, es decir, horas y horas de entrenamiento sin ton ni son. Es necesaria igualmente una disciplina adecuadamente regulada de acuerdo a una metodología bien pensada. La "chuleta" de David nos permite ver claramente que la forma y distribución del trabajo están perfectamente definidos por un sistema de control bien diseñado.
Cada intérprete deberá encontrar su manera propia de organizar su trabajo. Lo que resulta impensable, cuando de lo que se trata es de lograr resultados excelentes, es que sin un mínimo sistema de organización del trabajo se pueda conseguir algo interesante.
En definitiva, la música y el arte en general, no están exentos de las exigencias comunes a todas las tareas creativas de envergadura. Esto es algo que trato de comunicar permanentemente a mis alumnos, sin demasiado éxito, todo sea dicho. Por supuesto, hay que buscar un equilibrio entre disciplina y espontaneidad. Hay que evitar que un exceso de disciplina y metodología ahogue la frescura que debe haber en el trato con las obras musicales. Pero también es imprescindible impedir que la anarquía se apodere de nuestra voluntad y que, con la disculpa de la inspiración, el trabajo acabe sin dar fruto sepultado bajo una avalancha de problemas que sólo una preparación cuidadosa y sistemática puede frenar.
miércoles, 18 de junio de 2008
Contra el arribismo y la comodidad
Me entero por esta entrada en el blog de David Maeztu de que la última reforma de la Ley de Propiedad Intelectual puede poner en peligro el derecho a la cita de un texto protegido por un copyright restrictivo. Este derecho era, hasta ahora, prácticamente incuestionable en la mayoría de los casos comunes. Con la nueva ley las cosas podrían cambiar, las restricciones podrían ser mucho mayores, incluso hasta impedir la posibilidad de citar en un blog como éste fragmentos de obras protegidas.
Sean cuales sean las consideraciones técnicas que se puedan realizar en el caso concreto de esta ley, lo que está claro es que, por todas partes, se viene produciendo un proceso de clausura de los derechos habituales de transmisión y difusión cultural. Basta leer, por ejemplo, el libro de L. Lessig Free Culture [hay traducción al castellano], para darse cuenta de la magnitud del fenómeno.
No nos hagamos ilusiones. Es difícil pensar que pueda haber un cambio en la orientación que están adoptando los legisladores. Mucha es la presión que ejercen las entidades que comercian con las diversas formas de distribución y publicación de productos culturales basados en copyrights restrictivos. De haber una solución, ésta debería proceder de los propios autores. Mientras no sean ellos los que empiecen a tomar conciencia clara de la naturaleza de la situación y opten por licencias no restrictivas, como Creative Commons, no estaremos a salvo del deterioro cultural que este proceso de cierre va a ir generando.
Lamentablemente tampoco se puede ser muy optimista en lo último. Todos sabemos ---aunque nunca se diga--- que una buena parte de estos autores están ahí por obra de un esforzado trabajo de lucha por la supervivencia en un medio encarnizado donde la mayoría de las veces hay que renunciar a los principios y aceptar un mayor o menor grado de autotraición. Y cuando el empecinado arribismo no ha acabado del todo con la integridad moral y cultural del susodicho, lo común es encontrar comodidad y falta de cuestionamiento. El número de autores que se plantea seriamente publicar en unas condiciones en que sus propios derechos no acaben en manos de terceros es muy pequeño todavía. Decididamente corruptos o sumergidos en la inercia de las viejas formas de distribución cultural, los autores siguen, en su inmensa mayoría, sin darse cuenta del daño que con su actitud o falta de ella pueden ocasionar a su obra y a la cultura en general.
Es necesario que pase el tiempo suficiente para que nazca un nuevo tipo de autor, libre de servilismos y consciente de su responsabilidad cultural, algo que desde luego va más allá de su, por muy buena que sea, siempre pequeña obra. Ojalá ese momento no llegue demasiado tarde.
Sean cuales sean las consideraciones técnicas que se puedan realizar en el caso concreto de esta ley, lo que está claro es que, por todas partes, se viene produciendo un proceso de clausura de los derechos habituales de transmisión y difusión cultural. Basta leer, por ejemplo, el libro de L. Lessig Free Culture [hay traducción al castellano], para darse cuenta de la magnitud del fenómeno.
No nos hagamos ilusiones. Es difícil pensar que pueda haber un cambio en la orientación que están adoptando los legisladores. Mucha es la presión que ejercen las entidades que comercian con las diversas formas de distribución y publicación de productos culturales basados en copyrights restrictivos. De haber una solución, ésta debería proceder de los propios autores. Mientras no sean ellos los que empiecen a tomar conciencia clara de la naturaleza de la situación y opten por licencias no restrictivas, como Creative Commons, no estaremos a salvo del deterioro cultural que este proceso de cierre va a ir generando.
Lamentablemente tampoco se puede ser muy optimista en lo último. Todos sabemos ---aunque nunca se diga--- que una buena parte de estos autores están ahí por obra de un esforzado trabajo de lucha por la supervivencia en un medio encarnizado donde la mayoría de las veces hay que renunciar a los principios y aceptar un mayor o menor grado de autotraición. Y cuando el empecinado arribismo no ha acabado del todo con la integridad moral y cultural del susodicho, lo común es encontrar comodidad y falta de cuestionamiento. El número de autores que se plantea seriamente publicar en unas condiciones en que sus propios derechos no acaben en manos de terceros es muy pequeño todavía. Decididamente corruptos o sumergidos en la inercia de las viejas formas de distribución cultural, los autores siguen, en su inmensa mayoría, sin darse cuenta del daño que con su actitud o falta de ella pueden ocasionar a su obra y a la cultura en general.
Es necesario que pase el tiempo suficiente para que nazca un nuevo tipo de autor, libre de servilismos y consciente de su responsabilidad cultural, algo que desde luego va más allá de su, por muy buena que sea, siempre pequeña obra. Ojalá ese momento no llegue demasiado tarde.
martes, 17 de junio de 2008
La literatura filosófica y la antifilosofía
Cada vez me resulta más difícil encontrar un texto filosófico contemporáneo que no se me caiga de las manos a las pocas horas de empezar su lectura. Mi desinterés ha llegado hasta tal punto que prácticamente renuncio a intentarlo. Podría pensar que, después de los centenares de lecturas filosóficas que he emprendido, no es probable encontrar ya algo significativo. Podría aventurar que los cientos de miles de páginas que se publican hoy sobre temas filosóficos no pesan nada si al otro lado de la balanza se pone una sola línea de Platón. Podría incluso teorizar, como ya se ha hecho, sobre el declive al que inevitablemente conduce el reconocimiento de la imposibilidad del sistema o, cuando menos, de la imposibilidad de un progreso en el desvelamiento de la verdad, cuyo último exponente sería quizá Husserl y alguno de sus epígonos.
Pero ninguna de estas hipótesis o cualesquiera otras de semejante cariz da en el centro del problema. El centro del problema, de este problema mío, y quizá problema de casi todos, sólo se atisba cuando se contrapone la literatura filosófica como un todo a la filosofía en su expresión primera, la filosofía socrática.
Ya Vlastos, en su obra seminal sobre Sócrates, Socrates, Ironist and Moral Philosopher, se ve en la necesidad de iniciar su especulación con la alusión a la famosa extrañeza o atopía socrática. Pero con anterioridad a todos los enigmas que para la filosofía postsocrática plantea Sócrates, se eleva uno, inicial, al que no suele darse respuesta: Sócrates no escribió filosofía.
Y, sin embargo, la filosofía, después de Sócrates, se ha hecho literatura. Con Platón comienza este proceso, pese a todos los matices que se expresan en el Fedro. A partir de la Modernidad y tras la progresiva especialización y regimentación de la Universidad, la filosofía ha devenido casi exclusivamente literatura académica.
¿No será que a la filosofía, primariamente un deseo, una necesidad radicalmente humana, ajena a disciplinas y departamentos, no le conviene esta máscara literaria? ¿No será que ese deseo se desvanece en el comercio de las palabras escritas, es decir, muere allí donde falta el encuentro real, cara a cara, que propicia el diálogo de los que están prendidos por el mismo amor?
Mal final, pues, para la filosofía, aherrojada en las páginas de un libro, de un libro hecho para especialistas, donde lo que cuenta es el número de citas tácitas o explícitas de los otros anti-filósofos, los que abandonaron su supuesto amor por las migajas de una más que sospechosa gloria literaria. Acaso también signo de la alianza contra natura entre filosofía y nihilismo, de la que Sócrates sería, por ello mismo, el único antídoto.
La filosofía ha llegado a su fin no porque la posmodernidad haya abierto la caja de Pándora de la equipolencia de razones y sinrazones. Ha muerto porque sus supuestos voceros se negaron a percibir el sentido de su vocación universal, que no era el de la proposición incontrovertible, sino el de la exigencia del diálogo, un diálogo donde lo que se pesan son las almas y no las páginas de un libro mudo.
Pero ninguna de estas hipótesis o cualesquiera otras de semejante cariz da en el centro del problema. El centro del problema, de este problema mío, y quizá problema de casi todos, sólo se atisba cuando se contrapone la literatura filosófica como un todo a la filosofía en su expresión primera, la filosofía socrática.
Ya Vlastos, en su obra seminal sobre Sócrates, Socrates, Ironist and Moral Philosopher, se ve en la necesidad de iniciar su especulación con la alusión a la famosa extrañeza o atopía socrática. Pero con anterioridad a todos los enigmas que para la filosofía postsocrática plantea Sócrates, se eleva uno, inicial, al que no suele darse respuesta: Sócrates no escribió filosofía.
Y, sin embargo, la filosofía, después de Sócrates, se ha hecho literatura. Con Platón comienza este proceso, pese a todos los matices que se expresan en el Fedro. A partir de la Modernidad y tras la progresiva especialización y regimentación de la Universidad, la filosofía ha devenido casi exclusivamente literatura académica.
¿No será que a la filosofía, primariamente un deseo, una necesidad radicalmente humana, ajena a disciplinas y departamentos, no le conviene esta máscara literaria? ¿No será que ese deseo se desvanece en el comercio de las palabras escritas, es decir, muere allí donde falta el encuentro real, cara a cara, que propicia el diálogo de los que están prendidos por el mismo amor?
Mal final, pues, para la filosofía, aherrojada en las páginas de un libro, de un libro hecho para especialistas, donde lo que cuenta es el número de citas tácitas o explícitas de los otros anti-filósofos, los que abandonaron su supuesto amor por las migajas de una más que sospechosa gloria literaria. Acaso también signo de la alianza contra natura entre filosofía y nihilismo, de la que Sócrates sería, por ello mismo, el único antídoto.
La filosofía ha llegado a su fin no porque la posmodernidad haya abierto la caja de Pándora de la equipolencia de razones y sinrazones. Ha muerto porque sus supuestos voceros se negaron a percibir el sentido de su vocación universal, que no era el de la proposición incontrovertible, sino el de la exigencia del diálogo, un diálogo donde lo que se pesan son las almas y no las páginas de un libro mudo.
lunes, 16 de junio de 2008
Hofstadter y la interpretación musical
Hace tiempo leí con frución y entusiasmo el estupendo libro de Douglas Hofstadter Gödel, Escher, Bach. Tenía para nosotros, jóvenes músicos que acabábamos de terminar nuestra carrera y no nos sentíamos meros artesanos del instrumento, un atractivo especial, ya presente en el título. La mayoría de mis compañeros no pudo pasar de las primeras páginas. Yo tuve mejor suerte, porque en la facultad de filosofía había estudiado el teorema de Gödel en profundidad, y pude seguir una buena parte del argumento de aquel grueso y maravilloso libro.
Tras esa experiencia, todo lo que venga de Hofstadter atrae inmediatamente mi atención. El caso es que hace días leí esta entrevista suya. En un momento de ella alude a la interpretación de la música clásica, y dice lo siguiente:
Estoy totalmente en desacuerdo con Hofstadter en este punto. Explicar en detalle las razones me llevaría mucho tiempo. Pero simplemente, creo que hay una confusión de fondo. La función del intérprete de una composición escrita, es precisamente darle la vida, realizarla. Sin su interpretación, la obra no existe, esa secuencia de notas y armonías de la que habla Hofstadter no existe si no es realizada por un intérprete. Una composición es algo así como un manual de instrucciones para la producción de una obra musical. El intérprete se debe atener a ese manual, teniendo en cuenta además que ninguna de esas instrucciones es perfectamente unívoca: hay montones de sobreentendidos y ambigüedades, que sólo la práctica musical y el estudio preciso de la época, del autor y de la obra pueden esclarecer. El resultado parece ser fruto solo del compositor. Pero, insisto, sin el intérprete no hay obra. Cuando el intérprete es malo, tampoco hay obra, o no esa obra, sino sólo un tosco remedo; cuando es bueno, tenemos ante nosotros una posibilidad de realización de la obra.
Ahora bien, es cierto que las posibilidades de realización de la mayoría de las obras de la música clásica pueden sonarle parecidas a alguien que está acostumbrado a percibir las diferencias allí donde lo escrito (el número de instrucciones del manual) es sólo un esbozo rudimentario (en el jazz, por ejemplo). Pero esto es más bien una cuestión de hábitos. Las diferencias de interpretación de una pieza clásica pueden ser enormes, si bien de un tipo muy diferente a las que tienen lugar dentro del jazz.
Lo que sí es cierto, y en eso tendría razón Hofstadter, aunque de una forma no sospechada por él, es que hoy por hoy la mayoría de esas "grandes" interpretaciones no son más que copias, hechas para su venta en el mercado, de versiones previas. Hoy por hoy cuenta más lo secundario de la interpretación (corrección, virtuosismo, etc.) que lo esencial, la apuesta por una interpretación viva. Cuando esa apuesta constituye el centro de una interpretación estamos ante una realización inconfundible e irrepetible de una obra musical.
En resumen, se debe prestar atención a las diferentes interpretaciones de una pieza de música clásica, porque, idealiter, no son meras versiones, sino realizaciones únicas de esa composición. Y cuando, como en la actualidad sucede con frecuencia, no estamos ante nuevas realizaciones de la obra, sino ante meras copias de otras realizaciones, de otras interpretaciones, entonces más vale apartarse de ellas, porque lo que oiremos no será otra cosa que una copia sin vida, un cadáver y, por ello, una trampa mortal para nuestra escucha.
Tras esa experiencia, todo lo que venga de Hofstadter atrae inmediatamente mi atención. El caso es que hace días leí esta entrevista suya. En un momento de ella alude a la interpretación de la música clásica, y dice lo siguiente:
No presto mucha atención a quién interpreta la música clásica porque para mí la mayoría de los intérpretes de primera fila suenan muy parecidos. Hay, por supuesto, sutiles diferencias entre los grandes intérpretes, pero lo que para mí cuenta principalmente es la secuencia de notas y armonías del compositor, que está siempre ahí, casi perfectamente. Pequeñas variaciones en la forma en que se producen las notas y las armonías pueden tener pequeños efectos, eso es todo. La música clásica va de los profundos significados puestos en ella por el compositor y no de los sutiles matices que introduce el intérprete.
Estoy totalmente en desacuerdo con Hofstadter en este punto. Explicar en detalle las razones me llevaría mucho tiempo. Pero simplemente, creo que hay una confusión de fondo. La función del intérprete de una composición escrita, es precisamente darle la vida, realizarla. Sin su interpretación, la obra no existe, esa secuencia de notas y armonías de la que habla Hofstadter no existe si no es realizada por un intérprete. Una composición es algo así como un manual de instrucciones para la producción de una obra musical. El intérprete se debe atener a ese manual, teniendo en cuenta además que ninguna de esas instrucciones es perfectamente unívoca: hay montones de sobreentendidos y ambigüedades, que sólo la práctica musical y el estudio preciso de la época, del autor y de la obra pueden esclarecer. El resultado parece ser fruto solo del compositor. Pero, insisto, sin el intérprete no hay obra. Cuando el intérprete es malo, tampoco hay obra, o no esa obra, sino sólo un tosco remedo; cuando es bueno, tenemos ante nosotros una posibilidad de realización de la obra.
Ahora bien, es cierto que las posibilidades de realización de la mayoría de las obras de la música clásica pueden sonarle parecidas a alguien que está acostumbrado a percibir las diferencias allí donde lo escrito (el número de instrucciones del manual) es sólo un esbozo rudimentario (en el jazz, por ejemplo). Pero esto es más bien una cuestión de hábitos. Las diferencias de interpretación de una pieza clásica pueden ser enormes, si bien de un tipo muy diferente a las que tienen lugar dentro del jazz.
Lo que sí es cierto, y en eso tendría razón Hofstadter, aunque de una forma no sospechada por él, es que hoy por hoy la mayoría de esas "grandes" interpretaciones no son más que copias, hechas para su venta en el mercado, de versiones previas. Hoy por hoy cuenta más lo secundario de la interpretación (corrección, virtuosismo, etc.) que lo esencial, la apuesta por una interpretación viva. Cuando esa apuesta constituye el centro de una interpretación estamos ante una realización inconfundible e irrepetible de una obra musical.
En resumen, se debe prestar atención a las diferentes interpretaciones de una pieza de música clásica, porque, idealiter, no son meras versiones, sino realizaciones únicas de esa composición. Y cuando, como en la actualidad sucede con frecuencia, no estamos ante nuevas realizaciones de la obra, sino ante meras copias de otras realizaciones, de otras interpretaciones, entonces más vale apartarse de ellas, porque lo que oiremos no será otra cosa que una copia sin vida, un cadáver y, por ello, una trampa mortal para nuestra escucha.
jueves, 12 de junio de 2008
How to Design Programs: una joya
Los libros buenos son escasos. Los libros excelentes, rarísimos.
Hace un par de semanas, después de unos seis meses de satisfacción y arduo trabajo, terminé de leer el libro How to Design Programs [HtDP], un texto de introducción a la programación dirigido a estudiantes de toda clase, ciencias humanas incluidas.
Existen muchos libros de este tipo, pero ninguno de los que conozco cumple tan perfectamente como éste su objetivo, si exceptuamos el celebre SICP. Ahora bien, el SICP ---del que he leído con atención sólo una parte---, está, en primer lugar, casi exclusivamente orientado a estudiantes de lo que en nuestro ámbito llamaríamos "ciencias puras", y, en segundo lugar, no se esfuerza en hacer explícito el proceso de diseño de un programa, porque su objetivo es, más bien, la enseñanza de conceptos fundamentales de teoría de la computación.
El SICP sigue siendo una obra maestra imprescindible. HtDP, por su parte, aparentemente más modesto en sus intenciones, se convierte en una joya para los que, a la hora de programar, se sentían necesitados continuamente de la intuición feliz o, a falta de ella, recurrían a la nefasta práctica de picar código a lo tonto hasta dar con la solución por casualidad. No es que la intuición se convierta del todo en algo innecesario, lo que sucede es que HtDP explora ese reino de la heurística y consigue sistematizarlo de tal forma que la intuición final se obtiene casi sin esfuerzo, cae como el fruto maduro de un árbol bien cuidado. Va de suyo que un salto intuitivo considerable sigue siendo imprescindible allí donde la complejidad o novedad del problema no permiten una sistematización sencilla del proceso de descubrimiento. Pero en todos los demás casos, que son la mayoría, la aplicación de una disciplina rigurosa permite resolver en cuestión de minutos cosas que, de otra forma, requerirían horas. Además, la práctica en esa clase de disciplina tiene otros muchos beneficios, como la claridad y elegancia del código resultante, o la eficacia en la planificación de las baterías de prueba (test cases). En definitiva HtDP es un modelo de cómo enseñar programación, y, casi me atrevería a decir, un modelo de cómo enseñar en general.
Podría hablarse en detalle del tema, analizar la forma en que la "receta de diseño" ---el concepto clave del libro--- se va enriqueciendo a medida que se avanza. Pero basta con lo dicho para hacerse una idea. Sí es importante advertir que una lectura somera de sus casi 700 páginas no produce ningún resultado, que hay que realizar la mayoría de sus bien diseñados ejercicios, lo que en mi caso ha producido varias decenas de miles de líneas de código (si se incluyen los comentarios y las repeticiones), y que, por favor, hay que ir más allá de la primera parte para empezar a entender de qué va el asunto.
No puedo terminar sin agradecer a los autores, a Matthias y Shriram, sus respuestas a las correcciones que, con tanto gusto, les he ido enviando. Es un placer y un honor poder dialogar con gente de esta altura intelectual y, sin embargo, tan próximos y tan cordiales. Mucho tendrían que aprender los de aquí, infinitamente más mediocres, especialmente los de las humanidades y las artes, que permanecen engoladamente en su soberana inaccesibilidad, impartiendo su nadería sobre las masas anónimas de sus lectores a través de sus sacras y más que prescindibles publicaciones.
Hace un par de semanas, después de unos seis meses de satisfacción y arduo trabajo, terminé de leer el libro How to Design Programs [HtDP], un texto de introducción a la programación dirigido a estudiantes de toda clase, ciencias humanas incluidas.
Existen muchos libros de este tipo, pero ninguno de los que conozco cumple tan perfectamente como éste su objetivo, si exceptuamos el celebre SICP. Ahora bien, el SICP ---del que he leído con atención sólo una parte---, está, en primer lugar, casi exclusivamente orientado a estudiantes de lo que en nuestro ámbito llamaríamos "ciencias puras", y, en segundo lugar, no se esfuerza en hacer explícito el proceso de diseño de un programa, porque su objetivo es, más bien, la enseñanza de conceptos fundamentales de teoría de la computación.
El SICP sigue siendo una obra maestra imprescindible. HtDP, por su parte, aparentemente más modesto en sus intenciones, se convierte en una joya para los que, a la hora de programar, se sentían necesitados continuamente de la intuición feliz o, a falta de ella, recurrían a la nefasta práctica de picar código a lo tonto hasta dar con la solución por casualidad. No es que la intuición se convierta del todo en algo innecesario, lo que sucede es que HtDP explora ese reino de la heurística y consigue sistematizarlo de tal forma que la intuición final se obtiene casi sin esfuerzo, cae como el fruto maduro de un árbol bien cuidado. Va de suyo que un salto intuitivo considerable sigue siendo imprescindible allí donde la complejidad o novedad del problema no permiten una sistematización sencilla del proceso de descubrimiento. Pero en todos los demás casos, que son la mayoría, la aplicación de una disciplina rigurosa permite resolver en cuestión de minutos cosas que, de otra forma, requerirían horas. Además, la práctica en esa clase de disciplina tiene otros muchos beneficios, como la claridad y elegancia del código resultante, o la eficacia en la planificación de las baterías de prueba (test cases). En definitiva HtDP es un modelo de cómo enseñar programación, y, casi me atrevería a decir, un modelo de cómo enseñar en general.
Podría hablarse en detalle del tema, analizar la forma en que la "receta de diseño" ---el concepto clave del libro--- se va enriqueciendo a medida que se avanza. Pero basta con lo dicho para hacerse una idea. Sí es importante advertir que una lectura somera de sus casi 700 páginas no produce ningún resultado, que hay que realizar la mayoría de sus bien diseñados ejercicios, lo que en mi caso ha producido varias decenas de miles de líneas de código (si se incluyen los comentarios y las repeticiones), y que, por favor, hay que ir más allá de la primera parte para empezar a entender de qué va el asunto.
No puedo terminar sin agradecer a los autores, a Matthias y Shriram, sus respuestas a las correcciones que, con tanto gusto, les he ido enviando. Es un placer y un honor poder dialogar con gente de esta altura intelectual y, sin embargo, tan próximos y tan cordiales. Mucho tendrían que aprender los de aquí, infinitamente más mediocres, especialmente los de las humanidades y las artes, que permanecen engoladamente en su soberana inaccesibilidad, impartiendo su nadería sobre las masas anónimas de sus lectores a través de sus sacras y más que prescindibles publicaciones.
Carnaval de oposiciones en los conservatorios
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Las oposiciones de este año para profesores de conservatorios de la Junta de Castilla y León volverán a ser, en unos cuantos casos, un paripé lamentable. Ya sucedió el 2002 y volverá a suceder ahora.
El texto de la convocatoria dice expresamente que se velará por el cumplimiento del principio de especialidad. Me pregunto qué clase de velar es aquél que permite que alguno de los tribunales evaluadores no cuente, ni tan siquiera, con una mayoría de especialistas, como sucede, por ejemplo, en percusión y en contrabajo.
Se me dirá que el caso no es único, que esto viene aconteciendo también en otras comunidades educativas. Y efectivamente es, o ha sido, así. Pero la objeción no tiene fuerza, pues el mal de muchos no puede consolar a ninguno de los seres racionales realmente interesados en la calidad de la enseñanza pública. Los políticos suelen utilizar estas mismas palabras, calidad de enseñanza, cuando se trata de sacar la oportuna rentabilidad a sus planes de mejora. La realidad, frecuentemente, suele desmentir ese discurso mediante hechos como el que ahora lamento. ¡Ay, si llegara el día en que los profesionales de la enseñanza alzaran su voz, todos a una, para contar cómo están de verdad las cosas!
Este caso concreto tendría una fácil solución: establecer acuerdos entre comunidades educativas para asegurar la constitución de tribunales plenamente cualificados en aquellas especialidades donde los funcionarios de la comunidad no fueran suficientes. Pero no, esto parece muy difícil. Es mejor hacer pagar el pato a los miembros del tribunal no cualificados que se encontrarán con el dilema moral de evaluar a quien no pueden ni deben, o actuar como títeres de la minoría de expertos y suscribir una calificación evidentemente parcial; es mejor menospreciar el derecho del opositor a una prueba digna; es mejor, en fin, hacer la vista gorda a las consecuencias que un fallo injusto pudiera tener para los hijos de los ciudadanos que financian con sus impuestos la educación.
Pero lo peor de todo ---al fin y al cabo estamos acostumbrados a la insensibilidad de las administraciones--- es que no se observan signos de rebeldía entre los profesionales de la enseñanza musical especializada, ni en éste ni en ningún otro asunto. Es concebible, si llevamos las cosas a sus extremos, que las administraciones cometan errores tan tremendos como éste, lo impensable y lo intolerable es que los expertos no traten de hacerles comprender la magnitud de su error.
En The Fall of Public Man, Richard Sennett investigó las razones que han llevado al hombre actual a su estado de narcisismo radical. Los profesionales de la enseñanza, en general, cumplen muy bien sus minuciosas descripciones. Ya no interesa nada más que el bienestar propio. La gente tiembla cuando puede ser nombrada miembro de un tribunal de oposición, aunque sea de su especialidad. Pero nadie pestañea cuando de lo que se trata es de defender la imparcialidad o limpieza de las pruebas.
Lo peor es este saberse condenado a la insolidaridad impuesta por la legión de los obsesos de su propio ombligo. Cuánto se echa de menos no pertenecer a esos otros colectivos, menos cultos pero infinitamente más humanos, que en otros momentos sí han sido capaces de sentirse miembros de un grupo y reclamar una mejora para todos. Aquí, entre los educados educadores, como entre los Eloi de Wells, reina la serena aceptación de cualquier barbaridad. ¿Para eso sirve la cultura?
Las oposiciones de este año para profesores de conservatorios de la Junta de Castilla y León volverán a ser, en unos cuantos casos, un paripé lamentable. Ya sucedió el 2002 y volverá a suceder ahora.
El texto de la convocatoria dice expresamente que se velará por el cumplimiento del principio de especialidad. Me pregunto qué clase de velar es aquél que permite que alguno de los tribunales evaluadores no cuente, ni tan siquiera, con una mayoría de especialistas, como sucede, por ejemplo, en percusión y en contrabajo.
Se me dirá que el caso no es único, que esto viene aconteciendo también en otras comunidades educativas. Y efectivamente es, o ha sido, así. Pero la objeción no tiene fuerza, pues el mal de muchos no puede consolar a ninguno de los seres racionales realmente interesados en la calidad de la enseñanza pública. Los políticos suelen utilizar estas mismas palabras, calidad de enseñanza, cuando se trata de sacar la oportuna rentabilidad a sus planes de mejora. La realidad, frecuentemente, suele desmentir ese discurso mediante hechos como el que ahora lamento. ¡Ay, si llegara el día en que los profesionales de la enseñanza alzaran su voz, todos a una, para contar cómo están de verdad las cosas!
Este caso concreto tendría una fácil solución: establecer acuerdos entre comunidades educativas para asegurar la constitución de tribunales plenamente cualificados en aquellas especialidades donde los funcionarios de la comunidad no fueran suficientes. Pero no, esto parece muy difícil. Es mejor hacer pagar el pato a los miembros del tribunal no cualificados que se encontrarán con el dilema moral de evaluar a quien no pueden ni deben, o actuar como títeres de la minoría de expertos y suscribir una calificación evidentemente parcial; es mejor menospreciar el derecho del opositor a una prueba digna; es mejor, en fin, hacer la vista gorda a las consecuencias que un fallo injusto pudiera tener para los hijos de los ciudadanos que financian con sus impuestos la educación.
Pero lo peor de todo ---al fin y al cabo estamos acostumbrados a la insensibilidad de las administraciones--- es que no se observan signos de rebeldía entre los profesionales de la enseñanza musical especializada, ni en éste ni en ningún otro asunto. Es concebible, si llevamos las cosas a sus extremos, que las administraciones cometan errores tan tremendos como éste, lo impensable y lo intolerable es que los expertos no traten de hacerles comprender la magnitud de su error.
En The Fall of Public Man, Richard Sennett investigó las razones que han llevado al hombre actual a su estado de narcisismo radical. Los profesionales de la enseñanza, en general, cumplen muy bien sus minuciosas descripciones. Ya no interesa nada más que el bienestar propio. La gente tiembla cuando puede ser nombrada miembro de un tribunal de oposición, aunque sea de su especialidad. Pero nadie pestañea cuando de lo que se trata es de defender la imparcialidad o limpieza de las pruebas.
Lo peor es este saberse condenado a la insolidaridad impuesta por la legión de los obsesos de su propio ombligo. Cuánto se echa de menos no pertenecer a esos otros colectivos, menos cultos pero infinitamente más humanos, que en otros momentos sí han sido capaces de sentirse miembros de un grupo y reclamar una mejora para todos. Aquí, entre los educados educadores, como entre los Eloi de Wells, reina la serena aceptación de cualquier barbaridad. ¿Para eso sirve la cultura?
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