Desde hace bastante, el nihilismo, su sentido, su origen, sus consecuencias, sus fenómenos paralelos, etc. han ocupado continuamente mi pensamiento. En algún otro lugar de este blog he hecho referencias a ello
Con ocasión de esta nueva entrada (cuánto tiempo sin volver al blog y cuánto, a buen seguro, el que transcurrirá sin que regrese a él) recuerdo libros extraordinarios, como muchas de las novelas de Dostoyevski, o releo mis propias reflexiones de hace algunos años, como estos fragmentos que ahora me atrevo a dar a la luz pública: Apuntes sobre el nihilismo.
Pero los interrogantes que para mí abre el nihilismo siguen siendo tan inabordables como el propio nihilismo.
Pienso, por ejemplo, en los personajes "nihilistas" de Los demonios de Dostoyevski. ¿Cuántos nihilistas verdaderos hay ahí? ¿Cuántos son sólo aparentemente nihilistas?
Hay también ahora aspectos psicológicos que reclaman mi atención últimamente. El motivo es múltiple. Parte de ese motivo nace de un intercambio teórico sobre figuras terribles de la historia contemporánea, no hace falta citar nombres, porque hay demasiados. Digamos que alguien, imbuido en un pensamiento de raíz oriental, teoriza del modo siguiente:
El problema de los grandes genocidas conocidos de todos es el de la perversión de una idea como consecuencia de un desajuste entre su "mundo onírico o ideal" y el "mundo real", concretamente de una imposibilidad por parte del asesino de canalizar la energía de su "mundo onírico o ideal" en el mundo real.
Pero una teoría como la citada comete el craso error de identificar al genocida nihilista con el mero loco, o, incluso, con ciertos tipos, bien humanos y no nihilistas, de criminales. No hay nada en este esbozo de teoría que permita distinguir un caso del otro. Y son radicalmente distintos, aunque pueda haber puntos de interferencia. Puede haber, en efecto, criminales y locos nihilistas, como también nihilistas que no actúan criminalmente ni locamente de acuerdo con lo que la sociedad estipula como locura o crimen. ¿No es acaso la sociedad contemporánea entera ella misma nihilista en un sentido muy profundo?
Así, y en franca oposición al esbozo teórico referido, tiendo a pensar que la locura, tal como la entendemos normalmente, esto es, la patología verificable en las consultas de psiquiatras o psicólogos, bien pudiera ser una reacción psicológica de defensa contra la amenaza nihilista.
Quisiera explicar ---y explicarme--- este último punto, sin pretender llegar a nada más que a dar vueltas sobre el tema.
Si adopto metáforas arbitrarias (mi conocimiento de lo oriental es limitadísimo), por ejemplo, la metáfora del corazón (o, en general, de la entraña) como sede de la voluntad y de la energía creativa, o la metáfora del alma (o del espíritu) como sede del yo en el sentido platónico, y por tanto, su centro existencial, moral, etc., podría elaborar la siguiente hipótesis psicológica. Algo de andar por casa, naturalmente, porque carece de rigor filosófico (mejor sería hacer un poema; pero ahora no me sale ;-) )
Las enfermedades paralizantes del ánimo, como la consabida y ubicua depresión, que, desde las metáforas aludidas, sería una parada del corazón, un debilitamiento absoluto de la energía psíquica, salvaguardaría al individuo, sometido a un conflicto interior de magnitud para él inabordable, del proceso verdaderamente destructivo que supondría la conversión de su alma ---siguiendo con las metáforas--- de fuente de luz en fuente de negror. Otros desequilibrios anímicos, en los que el sujeto se escinde o se rompe, también pudieran estar "protegiendo" al sujeto del salto nihilista. Por supuesto, el suicidio, mostraría en grado máximo esa forma de protección (Evidentemente, el Kirilov de Dostoyevski no es un nihilista).
¿Salto nihilista? El salto nihilista es una expresión más para captar algo así como el verse súbitamente "endemoniado" (en el sentido de Dostoyevski). El verdadero endemoniado mantiene intactas y a su servicio todas sus facultades psíquicas. No hay ahí la parálisis del depresivo; ni hay tampoco la escisión del esquizofrénico; ni, por supuesto, la voluntad suicida (el suicida, el premeditado, ama, ante todo, su dignidad, que no puede preservar en sus circunstancias actuales y para cuya salvaguarda debe acudir a la voluntaria cesación de su existencia temporal). Pero el nihilista, el Piotr Stepanovich, por ejemplo, está lleno de juicio calculador y pletórico de fuerza creativa. Su creación no es otra que la nada; la aniquilación, porque sí (y hay que subrayarlo), del mundo, potencia aniquiladora que puede enmascararse ideológicamente como se quiera, eso no sería más que una forma más o menos consciente de conseguir prosélitos y llevar a cabo el plan. Cualquier plan es intercambiable con tal de que su efecto coincida con el origen del que nace: la inexistencia absoluta en el alma del "endemoniado" de todo valor y de todo amor. El "endemoniado": un ser sin alma, o con un alma donde el ángel (diría, tal vez, un Platón cristianizado) ha sido suplantado por un demonio.
¿Cuál es el origen del salto nihilista? Imposible saberlo. Hay, naturalmente un clima dominante, un clima nihilista circundante. ¿Se nace nihilista? No lo creo. Pero me interesa más la pregunta: ¿Puede uno llegar a perder (volvamos con la metáfora) su alma? ¿Qué sucede, por ejemplo, incluso en el más enérgico y espiritual de los hombres, cuando en ciertos momentos de extrema penuria y conflicto insoluble, los recursos psicológicos habituales (depresión, desequilibrio psíquico patológico de todo tipo) no están a la mano, no funcionan, o dejan de funcionar porque que se superan y se cura la patología inicial? ¿No puede suceder que la energía psíquica salga indemne, que el corazón continúe palpitando firme y regularmente, y el sujeto logre destruir el conflicto echando mano de lo más simple: la degradación definitiva de los elementos que lo constituyen, su nulificación, su conversión en meras nadas, nadas que ya no afectan porque se viven como nadas? El otro convertido en nada, quizá en un sentido muy levinasiano: la nada activa y plena (el demonio) en que se ha convertido el nihilista asimila al otro a su nada.
¿Quién puede tolerar el asesinato del absoluto inocente? Esta pregunta del Iván Karamazov de Dostoyevski tiene una respuesta: sólo el nihilista. No puedo dejar de recordar, a propósito de esta última consideración, la primera secuencia de "Una historia de violencia", el film de Cronenberg, otra exposición maestra de un acto nihilista.
Banalidad del mal, diría Hannah Arendt, mal que nace de la conversión de todo ser, de toda existencia, de toda fuente de luz, en pura nada, en lo arbitrariamente prescindible, porque no es nada.
martes, 28 de septiembre de 2010
miércoles, 17 de febrero de 2010
El rey y el mendigo
Hace unos días me referí a la última película de Tarkovski. Allí el cuadro de Leonardo, Adoración de los Reyes Magos, constituye un motivo central. La primera escena es un recorrido de abajo a arriba del cuadro, desde la mano oferente del mago hasta la copa del árbol, símbolo del Nuevo Reino, que se haya en la misma vertical que la ofrenda. En la película del director ruso esta ofrenda representa el sacrificio al que alude el nombre del film y en torno al cual gira su sentido.
Sea cual sea la interpretación que queramos dar al cuadro, resulta obvia la maestría con que Leonardo ha sabido captar la naturaleza paradójica de la ofrenda y, en particular, de la ofrenda que el siervo ---aquí un mago, un sabio, pero siervo en definitiva--- eleva a su Señor, el Niño aquí.
¿Quién da, quién recibe? El Niño en su plenitud no necesita ningún regalo. El mago, sin embargo, postrado tras el cansancio de un larguísimo viaje y lastrado por la precariedad de su existencia mortal requiere la atención de quien pueda salvarle en la esperanza.
No es diferente la situación del poeta respecto al canto. Sócrates, en el Ión, se refería a lo que posteriormente se ha llamado inspiración con la metáfora del jardín de las Musas. Allí liba el poeta y obtiene el licor sagrado.
Más cercano parece a la realidad del hecho poético imaginar al cantor como un vagabundo que merodea por los jardines inmortales y en cuyo corazón y en cuya boca liba la propia Musa. Sería la Musa quien otorga el canto, apenas sin intervención del cantor. Éste lo único que puede es estar cerca de donde la Musa quizá more.
Vagabundo, entonces, el poeta, que lo pide todo y nada por sí puede, como el mago de Oriente, cuya existencia y cuyo sentido consistiría en ofrendar su esperanza a la mano salvífica.
El poeta, pues, no da, recibe, recibe desde su penuria, desde su deseo, deseo al que no puede ni sabe sino sacrificase. Recibe el canto, que le hace siervo, cuando se le otorga; desterrado mendigo, cuando se le oculta.
Sea cual sea la interpretación que queramos dar al cuadro, resulta obvia la maestría con que Leonardo ha sabido captar la naturaleza paradójica de la ofrenda y, en particular, de la ofrenda que el siervo ---aquí un mago, un sabio, pero siervo en definitiva--- eleva a su Señor, el Niño aquí.
¿Quién da, quién recibe? El Niño en su plenitud no necesita ningún regalo. El mago, sin embargo, postrado tras el cansancio de un larguísimo viaje y lastrado por la precariedad de su existencia mortal requiere la atención de quien pueda salvarle en la esperanza.
No es diferente la situación del poeta respecto al canto. Sócrates, en el Ión, se refería a lo que posteriormente se ha llamado inspiración con la metáfora del jardín de las Musas. Allí liba el poeta y obtiene el licor sagrado.
Más cercano parece a la realidad del hecho poético imaginar al cantor como un vagabundo que merodea por los jardines inmortales y en cuyo corazón y en cuya boca liba la propia Musa. Sería la Musa quien otorga el canto, apenas sin intervención del cantor. Éste lo único que puede es estar cerca de donde la Musa quizá more.
Vagabundo, entonces, el poeta, que lo pide todo y nada por sí puede, como el mago de Oriente, cuya existencia y cuyo sentido consistiría en ofrendar su esperanza a la mano salvífica.
El poeta, pues, no da, recibe, recibe desde su penuria, desde su deseo, deseo al que no puede ni sabe sino sacrificase. Recibe el canto, que le hace siervo, cuando se le otorga; desterrado mendigo, cuando se le oculta.
miércoles, 3 de febrero de 2010
La verdad de la poesía
En Sacrificio, la última película de Andréi Tarkovski, su protagonista principal, Alexander, justo después de tocar al órgano un preludio de Bach y justo antes de su unión salvífica con María, esto es, entre dos vivencias de sublime sencillez, relata una experiencia traumática. Tratando de agradar a su madre, muy enferma entonces, se propuso arreglar el jardín que la anciana contemplaba a diario y otorgarle una belleza sin mácula que ---eso pensaba él--- el jardín había perdido tras años de abandono y descuido. Después de varios días de incansable trabajo miró exhausto, pero orgulloso, el resultado de su esfuerzo. Lo que vio le espantó de horror: de la belleza natural de aquel jardín no quedaba nada, sólo las huellas de su guadaña y sus tijeras, que habían arruinado para siempre el objeto del amor de su madre.
La filosofía moderna en su forma consumada, la de la fenomenología de Edmund Husserl, parte de un principio fundamental, su principio rector, su utopía, retornar a las cosas mismas (zurück zur Sachen selbst), dejar que las cosas se muestren tal cual son, sin que la intervención del pensamiento introduzca interpretaciones de la cosa no adecuadas a ella y que hagan pasar la cosa por lo que ella no es.
¿Hay verdad en la poesía? Opino que sí, y que el dicho homérico los poetas mienten demasiado habría que aplicárselo antes bien al artesano que, por imprudencia, precipitación o cualquier otro motivo bien comprensible, esclaviza al poeta que quiere ser, tratando de cuadrar el verso mediante su pericia. Todo artesano diestro sabe cómo completar el poema, cómo producirlo, incluso cuando ni tan siquiera hay poesía, cuando no hay dato, cuando la cosa poética está ausente.
Pero para que Tarkovski y Husserl hagan sentido, debemos presuponer que ciertamente hay la sencillez previa, el dato inicial. La cosa del poeta sería, desde esta perspectiva, la unidad de palabra, ritmo, imagen y emoción que abruma y embarga al poeta cuando está poseído ---por usar la idea platónica--- y que el poeta se ve impelido a explorar sin descanso. El artesano, que el poeta también es, alcanzaría el grado máximo de destreza cuando, armado de paciencia e inalienable inconformismo, fuese capaz de hacer enmudecer lo que en él hubiera de imposición, de sometimiento a una belleza cerrada y definitiva, de deseo de apaciguarse en lo no aporético.
Quizá sea cierto que el esfuerzo mayor de todo artista consista esencialmente en descartar, en decir no a lo que por cansancio, precipitación o simple afán de notoriedad se cuela a hurtadillas.
La verdad de la poesía radicaría, pues, en este deseo inexcusable de honestidad. El logro, el acierto ---de haberlo--- parece estar más allá de todo esfuerzo y de toda voluntad, tal vez como don, como regalo.
La filosofía moderna en su forma consumada, la de la fenomenología de Edmund Husserl, parte de un principio fundamental, su principio rector, su utopía, retornar a las cosas mismas (zurück zur Sachen selbst), dejar que las cosas se muestren tal cual son, sin que la intervención del pensamiento introduzca interpretaciones de la cosa no adecuadas a ella y que hagan pasar la cosa por lo que ella no es.
¿Hay verdad en la poesía? Opino que sí, y que el dicho homérico los poetas mienten demasiado habría que aplicárselo antes bien al artesano que, por imprudencia, precipitación o cualquier otro motivo bien comprensible, esclaviza al poeta que quiere ser, tratando de cuadrar el verso mediante su pericia. Todo artesano diestro sabe cómo completar el poema, cómo producirlo, incluso cuando ni tan siquiera hay poesía, cuando no hay dato, cuando la cosa poética está ausente.
Pero para que Tarkovski y Husserl hagan sentido, debemos presuponer que ciertamente hay la sencillez previa, el dato inicial. La cosa del poeta sería, desde esta perspectiva, la unidad de palabra, ritmo, imagen y emoción que abruma y embarga al poeta cuando está poseído ---por usar la idea platónica--- y que el poeta se ve impelido a explorar sin descanso. El artesano, que el poeta también es, alcanzaría el grado máximo de destreza cuando, armado de paciencia e inalienable inconformismo, fuese capaz de hacer enmudecer lo que en él hubiera de imposición, de sometimiento a una belleza cerrada y definitiva, de deseo de apaciguarse en lo no aporético.
Quizá sea cierto que el esfuerzo mayor de todo artista consista esencialmente en descartar, en decir no a lo que por cansancio, precipitación o simple afán de notoriedad se cuela a hurtadillas.
La verdad de la poesía radicaría, pues, en este deseo inexcusable de honestidad. El logro, el acierto ---de haberlo--- parece estar más allá de todo esfuerzo y de toda voluntad, tal vez como don, como regalo.
jueves, 28 de enero de 2010
La lucidez del poeta
El poeta es lúcido donde el pensamiento no suele ni puede serlo. Cuando hay poesía, y no prescindible e insípida versificación, hay también lucidez.
La lucidez del filósofo, en las pocas veces en que puede hallarse, no basta. El poeta es necesario, pues sólo él pone los cuerpos, ese alear del viento, esa mirada fugitiva e insustituible, bajo la luz de su palabra.
Palabra que acoge el tiempo, pero no el tiempo objetivo de la ciencia, ni siquiera el tiempo fenomenológico de la vida (Bergson, Husserl), sino la sustancia misma del tiempo, cada una de esas cosas insignificantes de las que científico y filósofo hacen abstracción metódicamente necesaria.
Pues la poesía es recuerdo, cercanía del corazón al latir del tiempo que vive en los seres fugitivos, arrojados a un heraclíteo fluir, donde se gasta y se juega la vida, la nuestra, la única que al cabo enciende nuestros ojos, porque la amamos, porque la perdemos.
La lucidez del filósofo, en las pocas veces en que puede hallarse, no basta. El poeta es necesario, pues sólo él pone los cuerpos, ese alear del viento, esa mirada fugitiva e insustituible, bajo la luz de su palabra.
Palabra que acoge el tiempo, pero no el tiempo objetivo de la ciencia, ni siquiera el tiempo fenomenológico de la vida (Bergson, Husserl), sino la sustancia misma del tiempo, cada una de esas cosas insignificantes de las que científico y filósofo hacen abstracción metódicamente necesaria.
Pues la poesía es recuerdo, cercanía del corazón al latir del tiempo que vive en los seres fugitivos, arrojados a un heraclíteo fluir, donde se gasta y se juega la vida, la nuestra, la única que al cabo enciende nuestros ojos, porque la amamos, porque la perdemos.
miércoles, 27 de enero de 2010
La música contemporánea también puede ser libre
No suelo aludir aquí a los sitios web de mis amigos, aunque a veces los cite o los enlace, con gran gusto por mi parte, todo hay que decirlo. Pero en este caso voy a hacer una excepción.
Y haré la excepción no porque el amigo sea aquí un íntimo de toda la vida con el que tantas cosas se han compartido y se siguen compartiendo; ni siquiera por las muchísimas veces que hemos hablado, entre copa o copa, o paseo y paseo, de la necesidad de abrir también la cultura de la música contemporánea, tan enclaustrada, por desgracia, en las inaccesibles sedes de sus habituales lugares de manifestación.
Haré la excepción precisamente porque con su gesto, con el gesto de mi amigo, esa cultura accede al lugar de todos para ser compartida, como era necesario. Y lo hace, quizá sea ello lo más significativo, de la mano del trabajo de un músico excepcional en muchos sentidos ---y creo que de esto entiendo lo suficiente como para no dejarme mover por subjetivos afectos.
Espero que todos disfruten de la generosidad de mi amigo y que otros sepan tomar el guante sin dejarse llevar por tópicos trasnochados. He ahí el enlace:
http://joseluistora.wordpress.com/
Gracias, Jose
Y haré la excepción no porque el amigo sea aquí un íntimo de toda la vida con el que tantas cosas se han compartido y se siguen compartiendo; ni siquiera por las muchísimas veces que hemos hablado, entre copa o copa, o paseo y paseo, de la necesidad de abrir también la cultura de la música contemporánea, tan enclaustrada, por desgracia, en las inaccesibles sedes de sus habituales lugares de manifestación.
Haré la excepción precisamente porque con su gesto, con el gesto de mi amigo, esa cultura accede al lugar de todos para ser compartida, como era necesario. Y lo hace, quizá sea ello lo más significativo, de la mano del trabajo de un músico excepcional en muchos sentidos ---y creo que de esto entiendo lo suficiente como para no dejarme mover por subjetivos afectos.
Espero que todos disfruten de la generosidad de mi amigo y que otros sepan tomar el guante sin dejarse llevar por tópicos trasnochados. He ahí el enlace:
http://joseluistora.wordpress.com/
Gracias, Jose
martes, 26 de enero de 2010
El dandi y el inquisidor
La carne está hecha de tiempo y de memoria. Por eso es ella la que, abierta en el tremor de su deseo, recibe la promesa de un futuro, el solo nuestro, donde seguir amando.
Negar la carne es matar el tiempo que ella es, y matar el amor ---el único posible para el hombre--- que en ella se asienta y se construye. Pues no hay amor de los espíritus desasidos, no puede haberlo. Y si hubiera un reencuentro más allá de este tiempo, tendría que ser también el de los cuerpos, aun en su forma descompuesta, ceniza o polvo enamorado que, en su enamoramiento, retiene la totalidad de su ayer.
Pero morir es fácil, amar es lo difícil. O, como diría el poeta, desde la sabiduría de su vejez:
Y porque es difícil el amor, la tentación es grande, la tentación de muerte, la más grande de todas: quemar la carne y su memoria en pos de una nívea pureza, donde ya nada accede más que el propio ojo paranoico, ante un espejo exento en que nada transcurre.
El inquisidor de Aleixandre es, tal vez, la figura más inquietante y extrema de sus "Diálogos del conocimiento". Acaso la más inexplicable. ¿Pero lo es realmente?
No veo a este inquisidor, que pretende salvar todo lo puro, matando la impureza de la carne, sino como un caso límite del dandi, al que ayer dediqué un comentario.
Si el dandi descubre aún dentro de sí, y por debajo de su frialdad, el lejano calor de una rosa fugitiva, el inquisidor, congelado hasta sus entrañas, se arriesga por entero a una voraz simplicidad, terapia final para una soledad sin mácula en que descansar definitivamente.
Porque es, ciertamente, la impureza que todavía en el dandi persiste, esa complejidad que un sentimiento de afecto añade, allí donde no debiera haber ya afecto alguno, lo que el inquisidor se niega violentamente a soportar. Él es, pues, el corolario del dandi, su implacable consecuencia, la del que anhela sacrificar el último residuo de su incongruencia en el altar de una pureza glacial, hialina.
El inquisidor sería, entonces, el brote paranoico del dandi, su paroxismo, el que completa el puzle de su experiencia a base de suprimir toda esa ambigüedad que un resto de amor implica, a base de concentrarse en los puros hechos, que, desprovistos de todo contenido afectivo, resultan, ahora sí, susceptibles de cuadrar en perfecta y lógica coherencia ante el espejo de un presente absoluto, donde la carne se extingue sin dejar huella, y la memoria y la nostalgia y la desesperación enmudecen para siempre:
Negar la carne es matar el tiempo que ella es, y matar el amor ---el único posible para el hombre--- que en ella se asienta y se construye. Pues no hay amor de los espíritus desasidos, no puede haberlo. Y si hubiera un reencuentro más allá de este tiempo, tendría que ser también el de los cuerpos, aun en su forma descompuesta, ceniza o polvo enamorado que, en su enamoramiento, retiene la totalidad de su ayer.
Pero morir es fácil, amar es lo difícil. O, como diría el poeta, desde la sabiduría de su vejez:
Contar la vida por los besos dados
no es alegre. Pero más triste es darlos sin memoria.
Y porque es difícil el amor, la tentación es grande, la tentación de muerte, la más grande de todas: quemar la carne y su memoria en pos de una nívea pureza, donde ya nada accede más que el propio ojo paranoico, ante un espejo exento en que nada transcurre.
El inquisidor de Aleixandre es, tal vez, la figura más inquietante y extrema de sus "Diálogos del conocimiento". Acaso la más inexplicable. ¿Pero lo es realmente?
No veo a este inquisidor, que pretende salvar todo lo puro, matando la impureza de la carne, sino como un caso límite del dandi, al que ayer dediqué un comentario.
Si el dandi descubre aún dentro de sí, y por debajo de su frialdad, el lejano calor de una rosa fugitiva, el inquisidor, congelado hasta sus entrañas, se arriesga por entero a una voraz simplicidad, terapia final para una soledad sin mácula en que descansar definitivamente.
Porque es, ciertamente, la impureza que todavía en el dandi persiste, esa complejidad que un sentimiento de afecto añade, allí donde no debiera haber ya afecto alguno, lo que el inquisidor se niega violentamente a soportar. Él es, pues, el corolario del dandi, su implacable consecuencia, la del que anhela sacrificar el último residuo de su incongruencia en el altar de una pureza glacial, hialina.
El inquisidor sería, entonces, el brote paranoico del dandi, su paroxismo, el que completa el puzle de su experiencia a base de suprimir toda esa ambigüedad que un resto de amor implica, a base de concentrarse en los puros hechos, que, desprovistos de todo contenido afectivo, resultan, ahora sí, susceptibles de cuadrar en perfecta y lógica coherencia ante el espejo de un presente absoluto, donde la carne se extingue sin dejar huella, y la memoria y la nostalgia y la desesperación enmudecen para siempre:
En el espejo gélidas
miro otras luces, brillo
de ese cristal sin curso,
y sé: su frío es vida.
Sólo un reflejo o mano
mortal, que vida otorga.
Y sé. Quien calla, escucha.
¡Pero todos se abrasen!
lunes, 25 de enero de 2010
El amador y el dandi
Tradicionalmente se ha entendido que el amor tiene su doble: el odio. Pero odio y amor son diferentes. Ninguno de ellos es meramente la ausencia de su supuesto contrario. Ni siquiera se podría decir que son contrarios, acaso sólo en sus efectos.
El amor requiere, para empezar ---y hablo sólo de lo que no son formas sucedáneas de amor--- del compromiso de los amantes. Sin amante, sin los amantes, no hay amor. El amor reside en los amantes y crea un mundo únicamente en torno de ellos, aunque pueda tener efectos sobre el resto, no necesariamente benefactores, piénsese, por ejemplo, en Romeo y Julieta, o en la razón por la que Hölderlin cantara:
El odio, a diferencia del amor, es de naturaleza vírica y ajeno a la actividad de sus operadores. El odio se instala, más bien, en la pasividad del que odia, allí donde todo resto de amor y compasión han desaparecido, para arrasarlo entero y reclamar toda su energía psíquica, que, desde ese momento, se concentra en el deseo de mal o muerte del ser odiado. Es probable que la mayor parte de las personas sea ajena, por fortuna, al verdadero sentimiento de odio, que no conoce misericordia ni perdón.
El amor difícilmente es puro y simple, pues, en tanto constructor de un mundo, debe vérselas con la complejidad inherente a todo acto creativo. El odio, por su parte, es de una pureza y de una simplicidad demoledoras. Nada ambiguo hay. Todo en él es deseo de destrucción, de aniquilación.
La aniquilación que el odio exige actúa también, y muy en especial, sobre quien la ejerce. El que odia se aniquila a sí mismo, al destruir en el otro el fundamento de su humanidad, premisa de todo odio en sentido propio.
Esta divagación por las inhóspitas simas del odio era necesaria para comprender mejor un sentimiento aparentemente análogo por su carácter destructivo ---tanto para su objeto como para su sujeto---, pero mucho más afín al amor, quizá precisamente su opuesto, el que tradicionalmente debería haber sido considerado como tal. Me refiero a la frialdad afectiva extrema, a la anestesia de los afectos.
Típico de este sentimiento es su carácter totalizador: todos caen en su red. En su formas extremas de manifestación, la frialdad se desentiende de los otros de manera bien distinta a lo que sucede en el odio. Más que aniquilados, los otros aparecen borrados, como bultos que no cuentan, molestos como máximo, pero indignos, por insignificantes, de la atención que tan fijamente sigue existiendo en todo odio.
Formas de anestesia afectiva en grados más o menos altos son frecuentes en personas que han amado y que, a la vez, han sufrido más de lo que han podido soportar.
La intensidad del dolor afectivo, como también sucede en el dolor físico, no es mensurable por medios objetivos. Tiendo, sin embargo, a pensar que lo soportable o insoportable de un dolor tiene que ver no tanto con su nivel de intensidad cuanto con su cualidad.
Si bien las manifestaciones de esta frialdad extrema pueden ser escandalosas, máscaras de buena disposición y buen comportamiento son mucho más frecuentes. Así, la entrega extenuante a un trabajo solitario, que requiere rigor y grandes dosis de paciencia sostenida en el tiempo, puede ser también un síntoma de frialdad en personas no proclives por naturaleza a tales empresas. Más expresivamente, la figura del dandi, protegido por su traje y sus suaves maneras, habla bien de esa distancia ante todo lo que en su día afectara tan dolorosamente, todo lo que ahora quedaría borrado de la consideración emotiva tras la displicencia de un refinado cinismo.
El último libro de Vicente Aleixandre, cima, a mi entender, junto con "Poemas de la Consumación", de su obra poética, contiene, en el poema que lleva por título "Diálogo de los enajenados", una escalofriante exploración de esta clase de dandismo al que me estoy refiriendo. Los dos personajes del diálogo son el amador y el dandi. No podía ser menos; pues, como propongo, se trata de dos formas presentes en la vivencia amorosa: cuando se vive como posible, y cuando ya, por insoportable, deja de serlo.
Creo que todos oscilamos o podemos oscilar a lo largo de la vida entre ambas variantes. Qué preponderancia tendrá cada una de ellas, dependerá seguramente del peso que en nuestra estructura anímica tenga cada momento de nuestra historia.
También creo que esta oscilación se puede producir ---y quizá sea el caso más frecuente--- no en períodos de tiempo relativamente largos que se suceden uno a otro, sino como momentos diferenciados dentro de un mismo período de tiempo, de un hora en otra, de un día en otro...
Oigamos un fragmento significativo del monólogo del dandi:
El fragmento y el poema al que pertenece merecería mucha mayor atención de la que yo he podido lograr en mis comentarios anteriores. Como todo fragmento poético contiene también bastante más de lo que un comentario pueda explorar. Sorprende, por ejemplo, el lirismo melancólico de los primeros dos versos. No parece encajar enteramente con la descripción del dandismo que he propuesto, donde la frialdad debería abarcarlo todo y donde, por ello, no resultaría apropiado ningún tipo de implicación afectiva.
Quizá, y esto añade verdad a la posibilidad vital del dandismo, el dandi, el frío, el despegado de todo amor, no esté completamente desprovisto de afectos y, en particular, del sentimiento amoroso. Quizá el dandismo de carne y hueso consista primordialmente en un rechazo de todo lo que se arriesga en el trato con los otros, de una desesperanza o recelo definitivo respecto de los amores concretos, de las relaciones que se establecen entre las personas, los bultos que no cuentan.
Pero el dandi aún mantiene su amor, de una forma depuradísima dentro de sí y sólo para sí, en el olor de una flor, por ejemplo, como se expresa en otro momento del poema, pero ya no en el beso, residuo de un engaño "burgués" ---se dice también allí---, donde falta la terrible lucidez que se obtiene al comprender la falacia de todo amor humano. En este sentido, el dandismo sería una posibilidad, aún más radical y a la vez devastadora, de vivencia del amor, cuando el amor entre los hombres ya no se soporta, una más que habría que añadir a las consideradas al final de mi comentario de hace unos días a una frase de Cernuda.
No quisiera terminar sin aludir de nuevo a Hölderlin. En la casa de Tübingen donde el poeta suabo vivió "loco" durante casi cuarenta años hay un grafiti que nadie ha borrado ---al menos todavía estaba allí la última vez que la visité--- y en el que se lee: "Hölderlin no estaba loco".
¿No podría ser que Hölderlin, el amador, tuviera que acudir, más o menos conscientemente, y bajo la máscara de un fingido Scardanelli, a una suerte de dandismo extremo, que le protegiera para siempre de todo su pasado y todo su futuro?
El amor requiere, para empezar ---y hablo sólo de lo que no son formas sucedáneas de amor--- del compromiso de los amantes. Sin amante, sin los amantes, no hay amor. El amor reside en los amantes y crea un mundo únicamente en torno de ellos, aunque pueda tener efectos sobre el resto, no necesariamente benefactores, piénsese, por ejemplo, en Romeo y Julieta, o en la razón por la que Hölderlin cantara:
[Dios] nunca perdona
que perturbéis la paz de los amantes.
El odio, a diferencia del amor, es de naturaleza vírica y ajeno a la actividad de sus operadores. El odio se instala, más bien, en la pasividad del que odia, allí donde todo resto de amor y compasión han desaparecido, para arrasarlo entero y reclamar toda su energía psíquica, que, desde ese momento, se concentra en el deseo de mal o muerte del ser odiado. Es probable que la mayor parte de las personas sea ajena, por fortuna, al verdadero sentimiento de odio, que no conoce misericordia ni perdón.
El amor difícilmente es puro y simple, pues, en tanto constructor de un mundo, debe vérselas con la complejidad inherente a todo acto creativo. El odio, por su parte, es de una pureza y de una simplicidad demoledoras. Nada ambiguo hay. Todo en él es deseo de destrucción, de aniquilación.
La aniquilación que el odio exige actúa también, y muy en especial, sobre quien la ejerce. El que odia se aniquila a sí mismo, al destruir en el otro el fundamento de su humanidad, premisa de todo odio en sentido propio.
Esta divagación por las inhóspitas simas del odio era necesaria para comprender mejor un sentimiento aparentemente análogo por su carácter destructivo ---tanto para su objeto como para su sujeto---, pero mucho más afín al amor, quizá precisamente su opuesto, el que tradicionalmente debería haber sido considerado como tal. Me refiero a la frialdad afectiva extrema, a la anestesia de los afectos.
Típico de este sentimiento es su carácter totalizador: todos caen en su red. En su formas extremas de manifestación, la frialdad se desentiende de los otros de manera bien distinta a lo que sucede en el odio. Más que aniquilados, los otros aparecen borrados, como bultos que no cuentan, molestos como máximo, pero indignos, por insignificantes, de la atención que tan fijamente sigue existiendo en todo odio.
Formas de anestesia afectiva en grados más o menos altos son frecuentes en personas que han amado y que, a la vez, han sufrido más de lo que han podido soportar.
La intensidad del dolor afectivo, como también sucede en el dolor físico, no es mensurable por medios objetivos. Tiendo, sin embargo, a pensar que lo soportable o insoportable de un dolor tiene que ver no tanto con su nivel de intensidad cuanto con su cualidad.
Si bien las manifestaciones de esta frialdad extrema pueden ser escandalosas, máscaras de buena disposición y buen comportamiento son mucho más frecuentes. Así, la entrega extenuante a un trabajo solitario, que requiere rigor y grandes dosis de paciencia sostenida en el tiempo, puede ser también un síntoma de frialdad en personas no proclives por naturaleza a tales empresas. Más expresivamente, la figura del dandi, protegido por su traje y sus suaves maneras, habla bien de esa distancia ante todo lo que en su día afectara tan dolorosamente, todo lo que ahora quedaría borrado de la consideración emotiva tras la displicencia de un refinado cinismo.
El último libro de Vicente Aleixandre, cima, a mi entender, junto con "Poemas de la Consumación", de su obra poética, contiene, en el poema que lleva por título "Diálogo de los enajenados", una escalofriante exploración de esta clase de dandismo al que me estoy refiriendo. Los dos personajes del diálogo son el amador y el dandi. No podía ser menos; pues, como propongo, se trata de dos formas presentes en la vivencia amorosa: cuando se vive como posible, y cuando ya, por insoportable, deja de serlo.
Creo que todos oscilamos o podemos oscilar a lo largo de la vida entre ambas variantes. Qué preponderancia tendrá cada una de ellas, dependerá seguramente del peso que en nuestra estructura anímica tenga cada momento de nuestra historia.
También creo que esta oscilación se puede producir ---y quizá sea el caso más frecuente--- no en períodos de tiempo relativamente largos que se suceden uno a otro, sino como momentos diferenciados dentro de un mismo período de tiempo, de un hora en otra, de un día en otro...
Oigamos un fragmento significativo del monólogo del dandi:
[...] Yo me paseo con mi bastón tristísimo
por la alameda última de mi ciudad sin paz.
Bultos, más bultos. Sueño. Mi sonrisa no mata,
pero sopla en los rostros y los borra. Pasad.
El fragmento y el poema al que pertenece merecería mucha mayor atención de la que yo he podido lograr en mis comentarios anteriores. Como todo fragmento poético contiene también bastante más de lo que un comentario pueda explorar. Sorprende, por ejemplo, el lirismo melancólico de los primeros dos versos. No parece encajar enteramente con la descripción del dandismo que he propuesto, donde la frialdad debería abarcarlo todo y donde, por ello, no resultaría apropiado ningún tipo de implicación afectiva.
Quizá, y esto añade verdad a la posibilidad vital del dandismo, el dandi, el frío, el despegado de todo amor, no esté completamente desprovisto de afectos y, en particular, del sentimiento amoroso. Quizá el dandismo de carne y hueso consista primordialmente en un rechazo de todo lo que se arriesga en el trato con los otros, de una desesperanza o recelo definitivo respecto de los amores concretos, de las relaciones que se establecen entre las personas, los bultos que no cuentan.
Pero el dandi aún mantiene su amor, de una forma depuradísima dentro de sí y sólo para sí, en el olor de una flor, por ejemplo, como se expresa en otro momento del poema, pero ya no en el beso, residuo de un engaño "burgués" ---se dice también allí---, donde falta la terrible lucidez que se obtiene al comprender la falacia de todo amor humano. En este sentido, el dandismo sería una posibilidad, aún más radical y a la vez devastadora, de vivencia del amor, cuando el amor entre los hombres ya no se soporta, una más que habría que añadir a las consideradas al final de mi comentario de hace unos días a una frase de Cernuda.
No quisiera terminar sin aludir de nuevo a Hölderlin. En la casa de Tübingen donde el poeta suabo vivió "loco" durante casi cuarenta años hay un grafiti que nadie ha borrado ---al menos todavía estaba allí la última vez que la visité--- y en el que se lee: "Hölderlin no estaba loco".
¿No podría ser que Hölderlin, el amador, tuviera que acudir, más o menos conscientemente, y bajo la máscara de un fingido Scardanelli, a una suerte de dandismo extremo, que le protegiera para siempre de todo su pasado y todo su futuro?
jueves, 21 de enero de 2010
La humildad de la palabra poética
Unos de los versos más famosos de Friedrich Hölderlin dice así:
Que se traduce habitualmente como:
Tal vez sea cierto.
Pero si la palabra es siempre la palabra del amor y vive de su misma tensión, la tensión entre deseo infinito y cumplimiento imposible, entre ella misma y su silencio; si la palabra es, pues, palabra que renuncia a la posesión y a la permanencia, la palabra es despedida y sólo su despedirse perdura.
Porque el canto es también su propio fin, y, cuando el canto termina, cumple paradójicamente su destino. Pues sólo en su acabarse completa su verdad, la verdad de estar hecho, también él, de la misma materia que el cantor. Por eso, el canto verdadero suscita la melancolía, porque en cada una de sus irrepetibles entonaciones muere, para no regresar, como todo aquello que canta, como las mismas lágrimas que dejase en nosotros, los que cantamos, los que escuchamos.
Was bleibt, stiften die Dichter
Que se traduce habitualmente como:
Lo que perdura lo fundan los poetas
Tal vez sea cierto.
Pero si la palabra es siempre la palabra del amor y vive de su misma tensión, la tensión entre deseo infinito y cumplimiento imposible, entre ella misma y su silencio; si la palabra es, pues, palabra que renuncia a la posesión y a la permanencia, la palabra es despedida y sólo su despedirse perdura.
Porque el canto es también su propio fin, y, cuando el canto termina, cumple paradójicamente su destino. Pues sólo en su acabarse completa su verdad, la verdad de estar hecho, también él, de la misma materia que el cantor. Por eso, el canto verdadero suscita la melancolía, porque en cada una de sus irrepetibles entonaciones muere, para no regresar, como todo aquello que canta, como las mismas lágrimas que dejase en nosotros, los que cantamos, los que escuchamos.
Cernunda y el amor
Luis Cernuda escribía lo siguiente en su 'Historial de un libro':
Esta sentencia me pareció enigmática en mi adolescencia y en mi primera juventud. Con los años ---los años de los que habla Cernuda---, creo entenderla, a pesar de las discrepancias que en cuestiones de amor pudiera tener con el poeta sevillano.
La parte de egoísmo se deja gobernar precisamente porque, pese a lo que diría Freud, no es completamente inconsciente. Parece, pues, cuestión de proponérselo en alguna medida. ¿En qué medida?
Lo agudo de la reflexión cernudiana radica en que presupone sin más algo que seguramente poca gente estaría dispuesta a aceptar, a saber, que en todo amor hay implicada, querámoslo o no, sepámoslo o no, una parte de egoísmo.
Egoísmo aquí es otro nombre para referirse a una íntima e inexcusable necesidad. Esta necesidad es el signo o síntoma de una precariedad sustantiva. Y esta precariedad, a su vez, es la otra cara del afán de plenitud en que consiste el hombre. Así pues, nuevamente, Deseo frente a Realidad.
Sin sabiduría ---en el sentido griego del término---, este deseo de plenitud se lanza ciegamente sobre el cuerpo amado, en la absurda esperanza de que este cuerpo lo colmará para siempre. Lo absurdo de esta esperanza radica en que ella, por característica esencial de la existencia "mortal" ---como dirían, de nuevo, los griegos--- no tiene cumplimiento, no puede tenerlo, pues todo cuerpo está transido de tiempo, de finitud, de contingencia.
Este amor, que no es sabio ni quiere serlo, deviene entonces, en su continuo desacierto, amor posesivo en todas sus múltiples manifestaciones, de las cuales los celos es la más conspicua, aunque no la única ---inolvidable en este sentido la película Él de Luis Buñuel.
Cuando el egoísmo se ignora ---se quiere ignorar--- lo que se arriesga, ante todo, es la humanidad del hombre, en particular, su propio deseo de plenitud, que, al verse inevitablemente defraudado, se pierde en los escombros del fracaso amoroso.
Regir el egoísmo presente en todo amor no sería, pues, sino comprender desde las entrañas esta esencia del hombre ---no valdría, por supuesto, que la comprensión fuese meramente racional.
¿Pero es posible no renunciar al amor y aceptar su limitación intrínseca? No puedo imaginar más que dos formas humanamente practicables de hacerlo, ambas obviamente dolorosas, pues que se asientan precisamente en esa tensión entre Realidad y Deseo.
La primera es la "solución" de Cernuda, y de otros, ---pienso, por ejemplo, en el "amor intransitivo" de Rilke---, solución de clara raigambre platónica: convertir al ser amado, al cuerpo amado, en "pretexto" consciente del amante, acicate de su deseo, que se proyectaría, a través y por medio del amado, en aquello inaccesible a que apunta. El deseo mismo es aquí, en cierto modo, el objeto del amor. Amor, pues, que es básicamente narcisista, y al que cabe dedicar un vida. Cernuda, como es sabido, dedicó "La Realidad y el Deseo" precisamente a su solo deseo.
Los peligros de convertir al otro en mero medio, de instrumentalizarlo, resultan evidentes en este tipo de soluciones.
La otra alternativa es, si cabe, más dolorosa para los amantes, que ahora, sin embargo, estarían en igualdad de condiciones. Consistiría en compartir la nostalgia que emana de la experiencia de un amor que se sabe finito, inexorablemente fugaz e incompleto, especialmente allí donde el amor es mayor y más profundamente parece y quiere consumarse. Vivir el amor, pues, como una despedida, que, en el más maravilloso de los casos, dura toda una vida, ese breve tránsito que es el hombre.
La poesía no sólo puede decir mucho en este asunto, sino que además está embargada por él enteramente. ¿Acaso no es la tensión extrema entre la palabra y lo indecible a que apunta la misma tensión que vibra en todo amor?
Son necesarios [...] algunos años [...] para aprender, en amor, a regir la parte de egoísmo que, no del todo conscientemente, arriesgamos en él.
Esta sentencia me pareció enigmática en mi adolescencia y en mi primera juventud. Con los años ---los años de los que habla Cernuda---, creo entenderla, a pesar de las discrepancias que en cuestiones de amor pudiera tener con el poeta sevillano.
La parte de egoísmo se deja gobernar precisamente porque, pese a lo que diría Freud, no es completamente inconsciente. Parece, pues, cuestión de proponérselo en alguna medida. ¿En qué medida?
Lo agudo de la reflexión cernudiana radica en que presupone sin más algo que seguramente poca gente estaría dispuesta a aceptar, a saber, que en todo amor hay implicada, querámoslo o no, sepámoslo o no, una parte de egoísmo.
Egoísmo aquí es otro nombre para referirse a una íntima e inexcusable necesidad. Esta necesidad es el signo o síntoma de una precariedad sustantiva. Y esta precariedad, a su vez, es la otra cara del afán de plenitud en que consiste el hombre. Así pues, nuevamente, Deseo frente a Realidad.
Sin sabiduría ---en el sentido griego del término---, este deseo de plenitud se lanza ciegamente sobre el cuerpo amado, en la absurda esperanza de que este cuerpo lo colmará para siempre. Lo absurdo de esta esperanza radica en que ella, por característica esencial de la existencia "mortal" ---como dirían, de nuevo, los griegos--- no tiene cumplimiento, no puede tenerlo, pues todo cuerpo está transido de tiempo, de finitud, de contingencia.
Este amor, que no es sabio ni quiere serlo, deviene entonces, en su continuo desacierto, amor posesivo en todas sus múltiples manifestaciones, de las cuales los celos es la más conspicua, aunque no la única ---inolvidable en este sentido la película Él de Luis Buñuel.
Cuando el egoísmo se ignora ---se quiere ignorar--- lo que se arriesga, ante todo, es la humanidad del hombre, en particular, su propio deseo de plenitud, que, al verse inevitablemente defraudado, se pierde en los escombros del fracaso amoroso.
Regir el egoísmo presente en todo amor no sería, pues, sino comprender desde las entrañas esta esencia del hombre ---no valdría, por supuesto, que la comprensión fuese meramente racional.
¿Pero es posible no renunciar al amor y aceptar su limitación intrínseca? No puedo imaginar más que dos formas humanamente practicables de hacerlo, ambas obviamente dolorosas, pues que se asientan precisamente en esa tensión entre Realidad y Deseo.
La primera es la "solución" de Cernuda, y de otros, ---pienso, por ejemplo, en el "amor intransitivo" de Rilke---, solución de clara raigambre platónica: convertir al ser amado, al cuerpo amado, en "pretexto" consciente del amante, acicate de su deseo, que se proyectaría, a través y por medio del amado, en aquello inaccesible a que apunta. El deseo mismo es aquí, en cierto modo, el objeto del amor. Amor, pues, que es básicamente narcisista, y al que cabe dedicar un vida. Cernuda, como es sabido, dedicó "La Realidad y el Deseo" precisamente a su solo deseo.
Los peligros de convertir al otro en mero medio, de instrumentalizarlo, resultan evidentes en este tipo de soluciones.
La otra alternativa es, si cabe, más dolorosa para los amantes, que ahora, sin embargo, estarían en igualdad de condiciones. Consistiría en compartir la nostalgia que emana de la experiencia de un amor que se sabe finito, inexorablemente fugaz e incompleto, especialmente allí donde el amor es mayor y más profundamente parece y quiere consumarse. Vivir el amor, pues, como una despedida, que, en el más maravilloso de los casos, dura toda una vida, ese breve tránsito que es el hombre.
La poesía no sólo puede decir mucho en este asunto, sino que además está embargada por él enteramente. ¿Acaso no es la tensión extrema entre la palabra y lo indecible a que apunta la misma tensión que vibra en todo amor?
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