miércoles, 25 de junio de 2008

Contra la especialización

En un famoso texto de Also sprach Zarathustra Nietzsche dice lo siguiente:


Und als ich aus meiner Einsamkeit kam und zum ersten Male über diese Brücke gieng: da traute ich meinen Augen nicht und sah hin, und wieder hin, und sagte endlich: `das ist ein Ohr! Ein Ohr, so gross wie ein Mensch!` [...] Das Volk sagte mir aber, das grosse Ohr sei nicht nur ein Mensch, sondern ein grosser Mensch, ein Genie. Aber ich glaubte dem Volke niemals, wenn es von grossen Menschen redete - und behielt meinen Glauben bei, dass es ein umgekehrter Krüppel sei, der an Allem zu wenig und an Einem zu viel habe.



[ Y cuando venía de mi soledad y por primera vez cruzaba este puente, no podía creer lo que veía, miraba una y otra vez y finalmente dije: `¡esto es una oreja!, ¡una oreja del tamaño de un hombre! `[...] La gente me decía, sin embargo, que esta gran oreja no era sólo un hombre, sino un gran hombre, un genio. Pero nunca he creído a la gente cuando habla de grandes hombres, y me mantuve en mi idea de que se trataba de un lisiado invertido, que tenía muy poco de todo y demasiado de una sola cosa. ]


Al final de la adolescencia uno tiende a creer que la vida, su vida, ha de tener un sentido supremo y que existe un único camino para cumplir ese sentido. ¿A qué dedicarse? Esta pregunta se eleva entonces como la cuestión crucial, aquella de cuya respuesta depende todo. La urgencia de esta pregunta se asocia a un sentimiento angustioso: si respondo mal ---siente uno--- arruinaré para siempre mi vida. Así pueden pasar muchos años de la juventud, en busca del sentido definitivo, de la profesión definitiva, jalonados por crisis profundas que estallan cuando el camino elegido en un primer momento se percibe como un engaño, como un mero canto de sirenas.

La adolescencia y la primera juventud son duras. Lo son por varias razones, pero sobre todo porque todavía no se cuenta ni con la experiencia ni con la perspectiva suficiente para poder poner en cuestión los propios presupuestos, que son, en último término, los prejuicios incuestionados de la sociedad en la que se ha nacido.

Un prejuicio de nuestra época es conceder el máximo valor a quien sobresale por encima del resto en un campo determinado. A éste se le llama genio, cuando habría que llamarle más bien, con Nietzsche, un lisiado ---si es que el ser del loado no consiste en otra cosa que en aquello por lo que se le alaba, como con frecuencia sucede. El adolescente, por su parte, está oscuramente aguijoneado por la avidez de destacar. Este deseo es muy natural y cuesta mucho desprenderse de la esclavitud a que suele someter al hombre a lo largo de toda su vida. Pero el adolescente no lo sabe y se entrega a él ciegamente, y, en su ceguera, echa mano de todo, fundamentalmente de la creencia en el camino único, que en el fondo no es sino una tapadera para seguir concentrándose en una actividad en la que poder ser un genio y, de paso, menospreciar el resto de actividades que no concuerdan con la elección propia. Los educadores (padres, profesores, etc.) suelen, a su vez, jalear esta carrera del joven hacia la gloria, básicamente porque de esa forma todavía mantienen la oportunidad de descollar ellos mismos como mentores de la gran figura. Cuando, con los años, el grado de competencia entre los aspirantes a la genialidad se hace muy grande ---sólo hay lugar para muy pocos en las cimas del Parnaso--- las aspiraciones megalomaníacas de los vencidos se ven abocadas a dos destinos igual de miserables: la depresión de por vida o la conversión de la pureza inicial en puro arribismo ---pues todavía se puede conseguir estar en lo alto por medios ilícitos.

Es responsabilidad de los educadores, una de las más importantes en nuestra época, romper de raíz esta espiral demencial y degradante. Una forma de hacerlo es cuestionar sus principios. Mucho se ganaría si, para empezar, se comenzase por demoler el falso ídolo de la profesión perfecta. Cuánto no ganarían los adolescentes si en lugar de empujarles por una dirección única se incentivase su natural curiosidad hacia todos los campos del saber y de la vida. Lo que ganen en amplitud de mirada les servirá para siempre. Y estoy convencido de que esa amplitud no tiene porque ir detrimento de la profundidad. Con esfuerzo y trabajo se puede tener un conocimiento no meramente superficial de los reinos más importantes de la cultura, sin necesidad de ser un experto en cada una de las materias. Luego, efectivamente, habrá que especializarse en algo, el mundo laboral lo exige, pero cuanto más tarde se realice la elección, mejor, y cuanto menos debilite esa elección la curiosidad por todo, menos expuesto se estará a los prejuicios que imperan en cada ámbito específico, pues sólo quien los mira desde fuera es capaz de reconocerlos y lograr cierta inmunidad ante ellos.

El camino contrario ya lo predijo Nietzsche: el amargo laurel de la deformidad.

2 comentarios:

  1. Miedo me da terminar comentándole en todas las entradas ahora que acabo de descubrirle, pero es que parece que hay algo que decir en todas ellas.

    He vertido infinitas palabras en criticar la manía de dividirlo todo para hacerlo más específico. La manía de separar desde que alguien entra en el instituto (ya se empieza a ver si uno tira hacia las letras o hacia las ciencias) y que se agudiza en la universidad (donde tiene más sentido, aunque sigue sin parecerme coherente la manera que han tenido de hacerlo).

    Ojalá todos los educadores (en el ámbito que fuese) tuviesen esa concepción de la educación y se esforzasen en transmitirla al alumno. ¡Cuánto se ganaría!

    Un saludo.

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  2. Excelente nota, estaba buscando autores que hablen en contra de la especialización. Saludos

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